Ya desde aquella reunión, la cabeza de Luigi no dejaba de dar vueltas. El grupo en el que se había integrado como uno más desde hacía casi un año, planeaba aniquilar al grupo que había formado parte de su vida durante los cinco años anteriores.
Luigi nunca se paró a pensar en las presiones psicológicas a las que se enfrentaría siendo un policía infiltrado; se lanzó a la piscina sin preguntarse qué había debajo. Nunca dudó de su sentido de la justicia, de su concepto del bien y el mal, de su total determinación a la hora de enfrentarse a la mafia que asolaba su querida ciudad. Pero desde que empezó a ganarse la confianza de Fabio Puzo y su familia y esbirros, el italiano, sin darse cuenta, comenzó a sentirse como nunca lo había hecho antes. Se sentía querido, arropado, integrado en un grupo de gente que le apreciaba de verdad y que confiaba en él. Ganaba mucho dinero y vivía con gran lujo, y las tareas sucias que se le encomendaban, principalmente en forma de extorsiones, le hacían sentirse más pletórico, poderoso, que culpable.
Por otra parte, en ningún momento a lo largo de ese excitante año le había fallado a sus colegas de la policía: les había estado pasando información acerca de su progreso desde entonces, desensibilizado, como quien fabrica la primera bomba atómica de la historia no viendo (o no queriendo ver) cuáles son las consecuencias futuras de lo que, por deber, está haciendo. Los meses fueron pasando ambiguos, inciertos, las emociones de Luigi eran un torrente de confusión dividido entre sus viejos amigos de la policía, y su nueva familia mafiosa en la que tan a gusto se sentía.
Aquella fatídica reunión fue un mazazo en la cabeza de Luigi, un punto de inflexión que le invitaría a replantearse su vida. En ella, el propio Fabio Puzo en persona se dirigió a todos sus hijos, hermanos, y otras personas de confianza de la familia que llevaban mucho tiempo a su servicio, entre las cuales Luigi era el más nuevo de todos. En total confidencialidad, el gran capo informó de que estaba al tanto de cuáles eran los policías asignados a investigarle por sus actividades. Según reveló allí mismo, para consternación de Luigi, estaba al tanto de cada aspecto de la rutina diaria de todos ellos; poseía una información tan completa, que el policía infiltrado no podía evitar sentir un escalofrío al pensarlo. La misión era clara: tenían que buscar y aniquilar a todos los policías que le seguían los pasos, simultáneamente y de la forma más llamativa posible, para enviar un mensaje de terror a cualquiera que en un futuro se planteara ir a por él. Y Luigi era uno de sus ángeles de la muerte.
Su hasta ahora tan cómodo y despreocupado camino, se dividía en dos direcciones radicalmente opuestas: la policía, con sus sueldos precarios, escasa seguridad, viejos amigos, en el lado correcto pero aburrido de la ley; o la mafia, con sus generosos ingresos, protección del capo, nuevos amigos, en lado incorrecto pero estimulante de la ley.
El corazón tiraba de él con fuerza hacia los Puzo, que ya eran prácticamente su segunda familia, pero la cabeza le urgía revelarse como lo que era y salvar la vida a sus compañeros policías. ¿Por qué le eligió a él para esa misión? No dejaba de preguntárselo, ya que Luigi hasta el momento sólo había trabajado para el capo en asuntos menores, nada de asesinatos, y mucho menos a policías. ¿Una forma de asegurarse de la fidelidad del nuevo a la familia? ¿Y si era todo una trampa porque, de hecho, ya descubrieron su auténtica identidad?
No tenía tiempo de poner en orden sus sentimientos, de pensar en frío y aclarar sus planes de futuro. Cuando se quiso dar cuenta, Luigi estaba ya subido en un Mercedes negro dentro del garaje de la mansión Puzo, acompañado por nada más y nada menos que los dos hijos mayores de Fabio, y uno de los esbirros de la familia con los que había cogido más confianza: el chófer Steffano.
Se miró el reloj: eran ya las nueve y debería haber enviado su informe diario a Amadeo, su colega del departamento de policía, en quince minutos… pero los Puzo tenían otros planes para él; sirviéndose de pequeñas ametralladoras UZI, los tres pasajeros del coche le acribillarían con una lluvia de balas. Un rápido barrido mortal se sucedería cuando Steffano condujera, lentamente, justo por delante de la terraza del bar donde Amadeo almorzaba siempre al aire libre, junto a un par de colegas también involucrados en el caso Puzo.
Apenas media hora más tarde, el Mercedes negro se encontraba de nuevo en el garaje de la mansión Puzo. La misión había sido todo un éxito. Los tres policías, que en ningún momento de dieron cuenta de lo que estaba pasando, fueron brutalmente asesinados por más de cien balas provenientes de tres ametralladoras, una de los cuales era manejada con pericia por Luigi. Sus tres compañeros, ya a salvo en el garaje, estallaron en celebraciones. El plan había salido maravillosamente, y además la fidelidad del que llegaron a considerar posible agente infiltrado, quedaba más que demostrada para ellos. Sonrientes y exaltados en sus asientos, no se dieron cuenta de que el rostro de Luigi era sombrío. Y lo que fue peor para ellos, no se dieron cuenta de que le había quitado de nuevo el seguro a su ametralladora. Steffano, a su lado, fue el primero que se dio cuenta de que algo iba mal y pretendió alcanzar su UZI, pero no le dio tiempo a reaccionar antes de que sus sesos salpicaran la ventanilla. Luigi entonces se giró en su asiento y barrió en un solo movimiento todo el habitáculo trasero, dejando dos cadáveres con una estúpida sonrisa congelada en su cara.
El coche acabó salpicado de sangre hasta los topes. El policía infiltrado, con una expresión ausente en su cara, recargó su arma vacía, y además cogió la que aún sostenía el cadáver del chófer, con el cargador aún lleno.
Empuñando una UZI en cada mano, Luigi irrumpió en la planta baja de la mansión Puzo. Sin que nadie pudiera esperárselo, el otrora esbirro de confianza atacó a los que antes eran sus compañeros y aniquiló a todos ellos sin que tuvieran siquiera tiempo a reaccionar. Con la ventaja del factor sorpresa, no le fue difícil llegar hasta la segunda planta ya con nuevas armas cogidas a los caídos. Con ellas, acribilló a la guardia personal de Fabio Puzo, que se esperaban cualquier cosa menos un ataque de su compañero, y abrió de una patada el despacho del capo. Éste, que se encontraba sentado en su mesa, se le quedó mirando desafiante, atisbándose un profundo desprecio en sus viejos y crueles ojos. Por un momento el rostro inexpresivo de Luigi mudó por las sensaciones de miedo y culpa, pero eso no impidió que le colara una bala entre ceja y ceja, mirándole fijamente. Aún muerto, Fabio parecía ser capaz de amedrentar con una sola de sus miradas, pero la mente de Luigi estaba demasiado trastornada como para que eso le impactara.
Más de veinte cuerpos ensangrentados adornaban la mansión Puzo en sus dos ostentosas plantas. Luigi paseó absorto entre todos ellos, bajando lentamente las escaleras centrales, y decidió sentarse en el primer escalón a fumar un cigarrillo. Con la mirada fija en la entrada de la mansión, se limitó a esperar, y centró su aletargada mente en imaginarse qué pasaría por la cabeza del primero que pasara a través de esas puertas y viera el panorama. Luigi no estaba muy seguro acerca de qué oscuro futuro le esperaba a partir de ese momento, o de qué recursos se podría servir para rehacer una vida que en realidad siempre estuvo rota. El hombre, dominado aún por los sentimientos de duelo por la destrucción de los dos mundos entre los que se estuvo moviendo a lo largo del último año, con sus dos identidades radicalmente separadas, sólo tuvo clara una cosa:
“O los dos, o ninguno”.