Las caras del conflicto

El día anterior, subido en un jeep rumbo a su primer destino, Omar nunca hubiera imaginado que su primera baja como soldado tuviera que ser una mujer anciana, de espalda y postrada sobre sus rodillas. Mira suplicante a uno y otro lado, como pidiendo confirmación a sus compañeros de que todo aquello no es real, que en cualquier momento relajarán sus posiciones y le darán la enhorabuena por superar una última prueba de estrés antes de darle la categoría de soldado, que ya no está tan seguro de querer ostentar.

Pero nada de eso sucede. Sus compañeros permanecen impasibles mirando al frente con rostro de piedra. Todos apuntan con sus rifles formando un pelotón de fusilamiento, esperando la orden de dar el fuego, cada uno de ellos en disposición de perforar la cabeza de un civil inocente. El muchacho, temblando, sujeta su rifle con fuerza intentando mantenerlo firme. Se marea. Cierra los ojos con fuerza.

~

Sudán, 1983. Se impone la ley islámica en todo el Estado. La rebelión en la ciudad de Abyei motivó al Gobierno de Yaafar Mohammed Numeiri a sacar el ejército a sus calles en un intento por sofocar el impulso secesionista que empezaba a sacudir varias regiones del sur del país.

El adolescente Omar Mayardit era uno de los soldados desplegados desde la capital, Khartum, al mando del reputado teniente coronel John Garang, en la que era su primera misión. Llevaba dos horas a bordo del jeep militar que les acercaría a su destino, acompañado por otros cinco compañeros que le doblaban en edad, cuando se decidió a romper el hielo en el interior del habitáculo. Tenía un soldado sentado a su lado y otros dos frente a él, quietos y en silencio durante todo el viaje, así como el conductor y el copiloto, que se limitaron a intercambiar cortas conversaciones entre ellos.
—¿Ya queda poco para llegar, verdad? —se animó a decir.
—Unos diez minutos —respondió uno de los dos hombres frente a él, refunfuñando, después de varios segundos de silencio.
—Menudo honor servir a las órdenes de John Garang, ¿verdad? —dijo Omar, mirando esperanzado en dirección a su único interlocutor. No obtuvo respuesta alguna.
—Céntrate, chico, esto no es ninguno de tus libros de cómics —respondió el soldado a su lado, escupiendo sus palabras.

Omar se sobresaltó y se sintió juzgado, preguntándose si su compañero de algún modo sabría de su afición por los cómics de superhéroes americanos o si fue una mera acusación al aire. Lo cierto era que el chico nunca se lo hubiera revelado a nadie por temor al estricto criterio de la sharia imperante, contraria a ese tipo de formas de ocio. Escarmentado por sus torpes tentativas de conversación, se limitó a mirar por la ventana trasera del jeep y contar los ocasionales árboles que quedaban atrás en los contornos del lecho marrón y verde en un intento por descubrir cuán cerca se encontraban de su destino.
—Oye, chico, ¿te encuentras bien? —le dijo el único soldado del habitáculo trasero que todavía no había hablado—. Necesitamos que te concentres. Vamos a entrar ya en la ciudad y no sabemos lo que vamos a encontrarnos. Hay infieles que van armados y son peligrosos. ¿Me entiendes, chico?

Omar dirigió su mirada al soldado, sentado justo frente a él. Se veía a simple vista que era el más veterano del grupo por las canas que moteaban su barba de dos días, y su tono de voz era amable y conciliador.
—Soy Omar, ¡encantado, señor! —el chico le tendió la mano con una gran sonrisa en su rostro.

Nunca supo si se la iba a estrechar o no. Un grito ahogado procedente del conductor puso a todos en alerta y acto seguido sintieron un acelerón que les echó unos encima de otros. Un sonido secó exterior retumbó en el habitáculo, al que siguió otro, y otro. Luego un frenazo brusco. Un acelerón de nuevo. El sonido pasó a ser constante, como si cayera granizo. Omar intentó otear por la ventana trasera pero sólo alcanzó a ver el vidrio estallar en llamas. “¡Fuego!”, exclamó, con todas sus fuerzas. El vehículo dio media vuelta, aceleró y algo explotó bajo su eje que deformó la parte delantera izquierda del habitáculo blindado y lanzó el jeep por los aires dando una vuelta de campana.

Lo siguiente que recordó Omar fue despertar cabeza abajo, con un agudo pitido en los oídos y el humo a punto de inundarle los pulmones. Abrió los ojos y vio, a través de una capa grisácea, los cuerpos inertes de los dos compañeros a su derecha y el fuego devorando la cabina del piloto. Frente a él, el asiento vacío del soldado veterano. A su izquierda, la esperanza. La ventana trasera del jeep estaba rota, aunque había fuego en sus márgenes. El joven se desabrochó con dificultad sus sujeciones y se dejó caer sobre lo que era el techo del vehículo. Logró reptar hasta la salida y asomar su cabeza antes de desmayarse por el humo, pero el fuego empezó a prender su uniforme antes de que sacara el resto del cuerpo. El oxígeno volvía a sus pulmones pero el calor le quemaba y los músculos no le estaban respondiendo. El pitido disminuyó y le permitió escuchar disparos, muchos disparos. Notó que alguien le agarraba del uniforme y tiraba de él hacia fuera hasta dejar su cuerpo tendido en la tierra.
—¡Despierta! —le gritó una voz familiar. Era el soldado veterano al que estuvo a punto de estrechar la mano. Le arrastró varios metros lejos del jeep, hasta una posición segura detrás de unos escombros, y sofocó las llamas del uniforme echándoles tierra encima.
—¿Do… dónde estamos? —alcanzó a responder Omar. En un entorno lejos del humo, su cuerpo parecía volver a la vida con el paso de los segundos.
—Los infieles nos han emboscado —respondió—. Coge tu rifle y lucha —Empuñó su propio rifle, dio una palmada en el hombro al joven aún en el suelo y salió de su parapeto.

Cuando Omar por fin pudo incorporarse, se asomó por encima de los escombros que le resguardaban. Guiándose por el sonido de disparos avistó su fuente unos cien metros más allá del jeep, ahora cubierto por las llamas. Era una ametralladora de tipo gatling que era disparada sin cesar por un civil desde lo alto de una posta de madera. Éste parecía mantener a raya a varias brigadas militares como la suya, concentradas en el lado opuesto. Omar miró a su alrededor y no vio más que casas de campesinos reducidas a escombros, como los que le estaban resguardando. Se percató rápido, sin embargo, que no parecía haber nada de lo que resguardarse, pues toda la acción se concentraba a varios metros de allí y la ciudad de Abyei, con una mayor concentración de pequeños edificios todavía en pie, permanecía a escasa distancia de la zona.

Por unos segundos el joven soldado meditó si debía ir directamente al foco de la lucha como le sugirió el veterano o bien rodear el perímetro y acceder a la ciudad por sí mismo, pudiendo sorprender el enemigo y neutralizarlo desde dentro. Quizás el miedo, la inexperiencia, o el ansia de replicar las hazañas de sus superhéroes favoritos (quién sabe si una mezcla de todo ello), le hicieron inclinarse por la segunda opción. Así que, sosteniendo su rifle, avanzó poco a poco, de parapeto en parapeto, introduciéndose en el corazón de Abyei hasta acceder a la parte trasera de un edificio que destacaba sobre los demás.

Era grande y parecía construido con mucho más presupuesto que cualquiera de las otras casas. Omar escudriñó con discreción a través de una ventana, constatando que había gente en dentro, al contrario que en las calles, que parecían desiertas. Envalentonado, irrumpió en el interior arma en ristre y ordenó a todo el mundo levantar las manos. Pensó que podría ser el ayuntamiento o la central de policía, pero descubrió, decepcionado, que era sólo una congregación cristiana, un espacio abierto con una pequeña capilla. Una gran mayoría de mujeres, niños y ancianos lo miraban con ojos suplicantes y llenos de terror. Algunos apenas podían levantar los brazos. Con el rostro desencajado, Omar sintió el impulso de bajar el arma y disculparse, pero no tuvo tiempo ni de pensarlo. Alguien se le acercó por detrás y le dio un fuerte golpe en la cabeza que le hizo caer de bruces, aturdido.

Cuando despertó, el soldado se encontraba sentado en el suelo y atado de manos a la reja de una ventana en lo que parecía ser un cuartito anexo del mismo edificio. Las paredes tenían el mismo estilo de enladrillado y el espacio estaba copado por sillas apiladas, un carrito con un gran televisor y un reproductor VHS que al joven se le antojó como de ciencia ficción, así como multitud de cintas de películas, documentales y lo que parecían vídeos caseros de misas.

Pronto tuvo noticias de su captor, un hombre etíope de mediana edad que fue el que se escondió detrás de la puerta para golpearle y encerrarle en el almacén anexo del edificio. Era la única estancia con llave y reja en la ventana con motivo de proteger el valioso equipo audiovisual que poseían, traído de su país y que representaba toda una ventana al mundo para las humildes familias de la zona. Aunque en un principio le trató con recelo y se limitó a darle agua y alimentarle, el preso pronto se ganó la simpatía del hombre en base a su sincera curiosidad por el aparato y por todo lo que hacían en aquel centro. Omar no era más que un vivaz adolescente de origen campesino y con muy poco mundo a sus espaldas, así que pronto cambió su foco de interés de las películas a la propia vida del etíope conforme éste se tomó la confianza de contarle su historia al ir a darle la comida en la que era su tercera visita del día.

Al parecer, en Etiopía el gobierno “pertenecía al pueblo”, no había ninguna religión obligatoria y todas las etnias tenían que respetarse por igual. Todos los niños y las niñas tenían que ir a la escuela. “¿Las niñas también?”, le preguntó Omar, con asombro, a lo que su interlocutor respondió con un asentimiento. “Allí es donde deberías estar tú todavía, muchacho, y no por aquí pegando tiros”, sentenció, antes de volver de vuelta con los refugiados en la sala principal del edificio.

Ya caída la noche, en una nueva visita del etíope, Omar seguía atado en el mismo sitio y empezaba a notar el entumecimiento de sus extremidades, así que solicitó a su captor soltarle las esposas de la reja para poder comerse la cena por sí mismo. El hombre le miró fijamente unos segundos, sopesando su decisión, pero finalmente accedió a soltarle la cadena que le unía las dos manos con la reja. Lo primero que hizo el joven fue tender ambas manos hacia el hombre, en un rápido gesto que puso en alerta a su destinatario.
—Por cierto, ¡no nos hemos presentado todavía! Soy Omar, encantado de conocerle.
—Yo me llamo Bahru, encantado, chico —dijo, estrechándole la mano tras un suspiro de alivio.
—Me has contado muchas cosas interesantes, Bahru, pero ¿por qué viniste aquí?
—Es una buena pregunta, muchacho —el hombre sonrió—. Digamos que tengo algunos lazos con la gente de este país, mis padres eran de aquí, y además aquí mismo en esta congregación conocí a la que hoy es mi mujer. No me gusta que mi gente pase hambre y viva en la ignorancia, y ya que yo he tenido la gran suerte de tener unos estudios y una cultura, creo que este es mi sitio el mundo. Toda esta gente que ves en mi congregación sólo busca un consuelo, algo a lo que aferrarse. Yo no puedo hacer mucho para conseguir más agua o mejores cosechas, pero sí puedo alimentar su mente y su espíritu.
—¿Alimentar su mente… y su espíritu?
—Eso mismo, Omar. Tú no lo entenderías, pero el Gobierno de Sudán nos quiere obligar a pensar a su manera y mantenernos ignorantes y sumisos. Nosotros nos resistimos, y es por eso que está enviando a críos como tú a matarnos. Por suerte, según me van informando desde mi país, están perdiendo apoyo día tras día, incluso entre sus propios cuadros militares —dijo, bajando la voz en la última frase.
—¿Cómo… cómo está todo ahí fuera? —se atrevió a consultar Omar, entre cucharada y cucharada del bol de arroz que estaba tomando.
—Todos los hombres de la aldea, y hasta algunas mujeres, siguen fuera, defendiéndonos. Gracias a nuestros amigos rusos tenemos algunas buenas ametralladoras, rifles, muchas minas y cócteles molotov. No están enviando muchos soldados de Khartum, eso es lo que nos mantiene a salvo, porque somos sólo civiles después de todo. Lo extraño fue que tú te pasaras por aquí, eso sí que nos pilló por sorpresa —dijo, con una sonrisa de contrariedad.
—¿Qué vais a hacer conmigo? —preguntó Omar, suplicante.
—De momento, esperar. Con un poco de suerte, esto se solucionará solo más pronto que tarde —respondió, en tono enigmático—. Disculpa que te sujete a la reja de nuevo, chico. Sé que no dormirás bien, pero es esencial si quiero que mi gente sí pueda hacerlo.
—¿Puedo al menos ver algo en la televisión?
—Si te portas bien y te ganas mi confianza, te lo acabaré poniendo. De momento, a dormir.

Bahru se marchó y apagó la luz, dejando a Omar perdido en multitud de cavilaciones. Un solo día de conversaciones con aquel hombre le aportó más materia de reflexión que toda su vida entera hasta el momento. “Si le pido a Bahru que me enseñe a leer, algún día sabré qué dicen los personajes de mis cómics”, pensó el chico, con la ilusión del niño que todavía era, y la cabeza bien lejos de la situación tan delicada en la que se encontraba en realidad.

La mañana siguiente el etíope tardó en entrar. Lo hizo cuando Omar ya llevaba varias horas con el sol filtrándose a través de la ventana sobre su cabeza y sin llevarle nada más que una gran sonrisa. “Chico, acaban de llamarme de mi país. Tengo buenas noticias para…”. No pudo terminar la frase. Varios cristales rotos de la ventana cayeron sobre la cabeza de Omar al tiempo que éste contemplaba atónito cómo su nuevo amigo se desplomaba en el suelo, con la cabeza desfigurada por un disparo.

Todo ocurrió muy rápido a partir de entonces. Sonaron multitud de disparos en la sala adyacente. Varios gritos. Omar permanecía inmóvil mirando el cadáver de Bahru, sin saber qué hacer, cuando vio irrumpir en la habitación a un soldado de otra brigada, llevando consigo a una chica adolescente a rastras que lloraba profusamente. El hombre se quedó paralizado de la sorpresa al ver al prisionero, pero le identificó rápidamente como uno de sus compañeros por el uniforme. Se limitó a emitir la orden de liberarlo a alguno de sus hombres y dejó de prestarle atención. Echó el carrito del televisor al suelo y lo utilizó para poner encima a la joven. Mientras tanto, otro soldado entró con unas tenazas y le cortó las esposas a Omar con eficacia. Le cogió del brazo para salir de la sala y él simplemente se dejó llevar. Mientras dejaba atrás la habitación, su mirada alternó entre la pantalla hecha pedazos del televisor en el suelo y el jefe de brigada desgarrando la ropa de la prisionera. Era la primera vez que Omar veía una mujer desnuda.

Fuera estaba el soldado veterano con el que había hablado en el viaje de ida y que le sacó del jeep en llamas, la única cara conocida en aquella sala en la que ya no quedaba ninguno de los civiles que vio ayer al entrar. El hombre sonrió, se acercó al muchacho y le dio un abrazo, asegurando que ya le había dado por muerto y felicitándose de poder haberle liberado. Omar le devolvió el abrazo pero no dijo nada, inseguro y aturdido por los acontecimientos.

Estaba lleno de soldados venidos de Khartum. Se respiraba un ambiente festivo y todo el mundo se felicitaba de estar logrando el control de la ciudad. Al parecer, tenían rodeado el ayuntamiento con todos sus policías dentro y el gobernador no tenía escapatoria. Un par de ellos que eran casi unos niños habían encontrado una cámara y se empezaron a hacer fotos con varios cadáveres de civiles que fueron acribillados a los pies de la capilla.

Omar permanecía observándolo todo en silencio. El soldado veterano pronto dejó de prestarle atención y se puso a hablar con otros. Al cabo de cinco minutos, se oyó un disparo en la habitación del televisor y seguidamente salió el jefe de la brigada abrochándose los pantalones. Todo el mundo dirigió la vista hacia él. “¡Soldados, todos afuera!”, exclamó. “¡Formad pelotón en la fachada lateral!”. Todos los soldados obedecieron la orden sin dilación y Omar marchó con ellos. Una vez en la calle, comprobó que los civiles de la congregación que quedaban con vida estaban ya dispuestos de cara a la fachada del edificio. Siguiendo instrucciones de su superior, le fue entregado un nuevo rifle y se colocó en línea con los demás. Justo a su izquierda tenía al soldado de su brigada, que de nuevo le dio ánimos, a los que el joven no prestó atención.

~

Omar Mayardit abre bien los ojos después de parpadear con fuerza. Sigue ahí, no era ningún sueño. Unos minutos antes, su preocupación era que le dejaran ver la película de Superman en la tele, pero ahora está en la cruda realidad, tiene un rifle en la mano y están a punto de ordenarle matar a una señora que le recuerda muchísimo a su querida abuela.

Entonces ocurre. El potente sonido de un bando móvil retumba en todos los rincones de la ciudad. Todos bajan las armas, intentando escuchar la locución, y reciben claramente el mensaje del cese inmediato de hostilidades por orden directa del teniente coronel John Garang. Todos titubean, incrédulos, y se miran unos a otros. Omar, excitado, busca con interés la fuente exacta del sonido cuando repiten la locución de nuevo, esta vez con una frase adicional. “Se cancela el asalto al ayuntamiento. Se ordena el alto el fuego inmediato y el cese de todas las hostilidades. Los infractores de esta orden serán castigados”. Se hace el silencio en el pelotón, incluso entre los prisioneros, pero nadie se mueve del sitio. Omar detecta a lo lejos el convoy militar que difunde el mensaje por las calles de Abyei utilizando unos grandes altavoces. Siente euforia contenida.

La locución suena por tercera vez. Acto seguido, el jefe de brigada al mando rompe el silencio de los allí presentes vez toma su decisión. “¡John Garang es un traidor a Alá!”, exclama. “¡Soldados, no escuchéis a los infieles que intentan corrompernos!”, “¡Por Alá y por el presidente Numeiri, obedeced mis órdenes! ¡En posición!”

No lo hacen de forma inmediata, ni con el mismo convencimiento, pero acaban volviendo todos a apuntar a los presos. Todos a excepción del joven Omar, que mantiene el arma bajada. “¿Es que tienes problemas de oído, soldado? ¡En posición, he dicho!”

El muchacho no responde. Cierra los ojos y espera. Escucha la locución de nuevo. Oye los gritos, las órdenes, pero también la discusión que empieza a emerger entre los propios soldados a su lado. Algunos opinan que han de obedecer a su teniente coronel, les guste o no. Otros, entre los que se cuenta el soldado veterano, defienden la fidelidad a su superior más inmediato. Cuestionan cuáles de esas órdenes son las que representan a la patria a la que juraron servir y obedecer, pero son soldados, no filósofos, y pronto se encañonan a sí mismos con las ametralladoras. La locución suena de nuevo, ahora más lejos.

Omar nunca hubiera imaginado que su primera baja como soldado tuviera que ser su propio compañero de brigada, el mismo que le rescató del fuego y le salvó la vida, pero es precisamente eso lo que ocurre en el mismo momento en que el veterano, lleno de rabia, se gira hacia su compañero con el rifle en alto. El chico, más rápido, le acribilla al tiempo que retrocede para salirse del ángulo de tiro de los demás. En cuestión de unos segundos, todos y cada uno de los soldados quedan tendidos en el suelo, muertos o heridos por sus propias balas.

Los prisioneros se quedan inmóviles en un principio, agachados y de espaldas. Les asusta demasiado hacer cualquier movimiento. Una de las mujeres, que ha tenido la valentía de girarse y contemplarlo todo, se levanta con precaución e insta a los demás a huir al interior del edificio, manteniendo la mirada fija en los soldados como temiendo que se vayan a levantar en cualquier momento. Uno de ellos, de hecho, lo intenta hacer, y la mujer lo reconoce como el chico que su marido Bahru mantuvo cautivo y del que se encariñó en cuestión de un solo día; el mismo que se acaba de rebelar en solitario a la orden del jefe de brigada. La chica acude en su ayuda y comprueba que una bala le ha atravesado el hombro, nada que de lo que no se puedan hacer cargo. Pide ayuda, y entre varios lo entran y dejan atrás al resto de soldados muertos o moribundos.

No sabe mucho de él, pero algo le dice a la mujer que Omar será un gran sucesor de Bahru en su misión por ayudar y enriquecer a sus congéneres, sea dentro de su congregación o más allá de las fronteras de Sudán, Etiopía o incluso en el nuevo país de Sudán del Sur que acaba de fecundarse en Abyei en ese mismo día.

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