La sala de cine

Todos, seamos más o menos escépticos, lo sabemos, y ciertamente, no debería pillarnos por sorpresa el hecho de que existan ciertos lugares… especiales. Lugares siniestros, “malditos”, dirían algunos; lugares escalofriantes que tienden a ser abandonados y, más tarde, evitados por la gente. Casi siempre son sitios en que la muerte ha estado históricamente muy presente, o en que alguna vez se cometieron terribles atrocidades.

No me iré por las ramas, querido lector. Lo que pretendo es explicarte la historia de uno de esos lugares, uno sin duda muy especial. Situado a las afueras de un pequeño pueblo de Madrid, inicialmente fue un rico caserón donde se alojaba una familia noble, o eso dicen algunos. El tiempo y la connotación negativa del horror que allí se vivió hace ya cientos de años borraron por completo de la memoria colectiva los sucesos que allí ocurrieron.

Siendo considerada sólo “una casa encantada más”, un avispado empresario no dudó en adquirir el terreno por módico precio y reformar por completo el viejo caserón con tal de convertirlo en un entrañable y modesto cine, a finales de los años sesenta: tres salas en que se proyectarían las más exitosas películas unos meses después de su estreno “en los mejores cines”, así como clásicos inmortales.

Naturalmente, los escasos mil habitantes de aquel pequeño y aislado pueblo se volvieron locos con la idea y las primeras semanas llenaron casi todas las butacas. Pero, poco a poco, la población comenzó a acostumbrarse, habituarse, en muchos casos incluso a cansarse… hasta que por primera vez alguien entró a una sala del cine sin compañía alguna, ya en 1971.

Se trataba de Juan, un universitario que pasaba los fines de
semana en la localidad haciendo compañía a su pobre y solitaria madre. Por aquellas fechas eran fiestas del pueblo, y nadie se acordaba ya del cine excepto él; ya que no conocía a nadie de su edad por allí, prefería evadirse de todo viendo una buena película.

El chico, una vez en taquilla, sonrió en respuesta a la cara de asombro que puso el dueño del cine nada más lo vio. Juan ya se esperaba ser uno de los únicos “locos” que renegaba de la gran fiesta que se estaba montando esa noche en el pueblo con verbena, cenas populares y mucho alcohol.

-Deme una entrada para ____________.

-Oh, así que ___________. Una gran película, si señor. ¿Vas solo?

-Así es. De todas formas, aquí no conozco a mucha gente.

-Bueno, aquí tienes muchacho, son ___ pesetas. Disfruta de la película.

Juan pagó, cogió su entrada y entró al cine. Había tres salas, cada una con un número. Entró a la 3. La sala aún estaba oscura, ya que faltaban como diez minutos para el comienzo de la proyección. Sin pensárselo mucho, El joven eligió una de las primeras filas y se acomodó en uno de los asientos. De repente, escuchó el sonido de la puerta al abrirse. Se giró y comprobó con sorpresa que estaba entornada, pese a que él mismo la cerró después de entrar. Lo encontró muy extraño, pero no le dio mucha importancia y se volvió hacia la pantalla, que ya comenzaba a proyectar la película.

Mientras pasaban los créditos iniciales, Juan volvió a oír la puerta de la sala. Se giró y lo que vio le inquietó profundamente. Alcanzó a distinguir la silueta de una niña pequeña, como de cinco años, entrando a la sala y cerrando la puerta tras de sí. Lo que le impactó es que no distinguió ninguno de los rasgos de la niña, es más, su silueta era incluso más oscura que las paredes de la sala. Juan, aterrorizado, se volvió otra vez hacia la pantalla, cerró los ojos, respiró hondo, y se levantó de su asiento para inspeccionar más detenidamente el lugar.

No, definitivamente no había nadie allí aparte de él mismo.
Ya más aliviado, se concentró en seguir el interesante argumento de aquel film de aventuras.
Una hora más tarde, Juan ya se había olvidado de la inquietante niña y disfrutaba con la proyección. Pero, de repente, casi le da un ataque al corazón: una mano le rozó su brazo izquierdo, una mano pequeña, sin duda infantil. Había alguien sentado a su lado. Juan quedó paralizado; sin poder mover ningún músculo y no atreviéndose a averiguar quién estaba allí, se limitó a mirar la película pero incapaz de concentrarse en ella.

En cierto momento cercano al final del film donde no había música ni diálogos, Juan escuchó una respiración a su lado. Una respiración fuerte, agitada, casi diabólica, que no se correspondía de ninguna forma con la de una niña. Sin poder aguantar más, el universitario giró bruscamente la cabeza hacia su izquierda esperando ver qué era aquello, aquella presencia que tanto le intrigaba.

Fuera, el taquillero se tomaba una cerveza tranquilamente
mientras escuchaba la radio. De repente, le pareció haber oído un grito, un alarido horrible, infernal, inhumano, que le puso la piel de gallina. Alarmado, cogió su linterna y fue corriendo a la sala 3. Con el potente haz de su foco, inspeccionó cada rincón de la sala mientras llamaba al que fue su único cliente aquella sesión. Comenzaron a aparecer los créditos finales de la película, y el taquillero no logró encontrar nada.

Juan fue buscado por la policía durante dos semanas sin éxito alguno. El taquillero y propietario del cine, temeroso a quedarse sin clientes o ser acusado de asesino, declaró que la última vez que vio al joven fue cuando se marchaba hacia casa. Lo que ya no pudo explicar tan bien el taquillero fue cuando, unos cuantos meses más tarde, ocurrió exactamente el mismo suceso con un anciano que acudió solitario a ver uno de sus western favoritos… también en la tercera sala.

Casi dos años más tarde de la segunda desaparición, la gota que colmó el vaso fue cuando, de nuevo durante fiestas del pueblo, una pareja joven tuvo la ¿suerte? de disponer de la sala 3 del cine para ellos solos. La chica, que salió al baño en mitad de la película, declaró a la policía que al volver no vio ni rastro de su novio. Lo que si que observó, fue una misteriosa y siniestra chiquilla de negro que se le cruzó en la puerta. No llegó a verle la cara… y gracias a ello pudo conservar la vida.

El noviembre de 1973, el cine de aquel pequeño pueblo de Madrid fue definitivamente cerrado, pasando a engordar de nuevo la lista de lugares malditos, abandonados y rechazados que hay en el mundo. Su propietario, en un injusto acto de la dudosa justicia franquista, fue calificado como presunto asesino por la policía y, más tarde, recluido en un manicomnio cuando el hombre, al fin, se decidió a contar la extravagante verdad de los hechos que vivió. Desde aquel momento, el taquillero fue atormentado noche tras noche en sueños delirantes por cada uno de los tres inocentes que desaparecieron sin dejar rastro en la sala 3 de su cine… hasta su muerte. Sin ninguna razón en concreto, sin ningún motivo más allá de ser el inocente morador de un sitio que no debió pisar jamás.

Un cine que nunca debió haberse establecido en aquel lugar maldito. Un cine que, más que traer diversión y felicidad de los vecinos del pueblo, lo que hizo fue revivir y nutrir una maldición, potenciar el macabro poder sobrenatural que, algún día, de aquí a un par de cientos de años tal vez, volverá a alimentarse de escépticas e ingenuas gentes que profanarán, por insensatez o ignorancia, sus siniestros metros cuadrados de terreno marcado por la muerte.

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