El Juramento Hipocrático

El doctor Ricardo Gómez vivía cada uno de sus días siguiendo la misma rutina, o al menos así fue durante los últimos veinte años de su larga vida, cuando se retiró del servicio público para instalar en su casa una clínica privada. El veterano doctor se resistía a jubilarse, batallando cada día contra los achaques que amenazaban con impedirle realizar las tareas más básicas. Tenía su consulta en su propia casa, en un pisito acomodado en un pasaje interior de su ciudad natal, y allí se dedicaba a atender a pequeños y mayores, y así estaba dispuesto a seguir hasta que su cuerpo aguantara.

Puede que los huesos, músculos y articulaciones de Ricardo estuvieran ya muy desgastados, pero no ocurría así con su mente despierta y afilada. A sus noventa años recién cumplidos, seguía levantándose cada mañana a las seis y dedicaba a la lectura de revistas médicas las primeras horas de su día. Lo único que había cambiado en los últimos años era su formato predilecto, siendo las lecturas online y digitales las que pasaron a ocupar la mayor parte de su tiempo. No abría sus horas de consulta hasta haber culminado su momento de renovación de conocimientos, que acompañaba siempre de unas tostadas y un generoso café con leche. Luego venía su parte favorita del día, cuando atendía consulta a lo largo de toda la mañana hasta el mediodía. Sus pacientes no lo sabían, pero para él, un hombre solitario que apenas bajaba a la calle, eran tan curativos como lo era él para ellos. Su consulta era popular no por disponer de sofisticados medios o un amplia disponibilidad, si no por el trato tan humano que este apacible anciano dispensaba por igual a todas las personas que confiaban en sus servicios. Para él, todas eran importantes por igual, y no dudaba en atender urgencias cuando era necesario, llevando el Juramento Hipocrático hasta sus últimas consecuencias.

La fuerza de los valores de Ricardo se puso a prueba ante una llamada telefónica un diecinueve de abril de 2020, durante la cuarentena forzada a todos los ciudadanos que se estableció en España a causa de la crisis del Coronavirus.

Tuvo que ser el Estado de Alarma que se creó ante tan dramática crisis sanitaria lo que rompiera dos décadas de fiel rutina para el viejo doctor, el cual se encontraba en situación de máxima vulnerabilidad. Su elevada edad y sus problemas pulmonares le convertían en población de extremo riesgo ante el Coronavirus, y aunque él mismo se resistía a cesar su actividad, fueron sus propios pacientes, que le querían como a su familia, quienes le instaron a cerrar consulta y se comprometieron a volver a recurrir a él cuando por fin pasara todo.

Ricardo vivió la cuarentena sin apenas cambios en su rutina, dado que en lo que antes eran sus horas de consulta, sus pacientes, intercambiando esta vez los roles, eran quienes se preocupaban por su anciano doctor y le llamaban frecuentemente, logrando así hacerle sentir querido y arropado a pesar de la forzada distancia que le separaba de ellos. Muchos de ellos, hoy adultos mayores con hijos e incluso nietos, fueron tratados por Ricardo desde que eran bebés, y ahora se sentían responsables de él como queriendo devolverle todo el cariño y la atención prestada a lo largo de años.

Fue precisamente una de estos pacientes quién rompió los esquemas a Ricardo aquel fatídico 19 de abril con una llamada tan breve como desesperada. “Don Ricardo, por favor, ayúdeme”. El doctor se tensó al escuchar estas palabras de Manuela, una mujer de apenas treinta años a la que trató desde los pocos días de edad. Al escuchar aquello palideció y se pegó el auricular al oído con más fuerza. “¿Qué sucede?”, contestó. “Es mi hija”. La mujer rompió a llorar al otro lado del altavoz. Ricardo rebuscó en su mente unos segundos para identificar a la niña en su memoria. Una dulce chiquilla de ocho años, asmática, que adoraba las piruletas de fresa de su consulta. “Dime, Manuela, a ver si puedo ayudarte”. “Está muy mal, doctor, yo ya no sé qué hacer”, prosiguió. “Estamos volviendo de Urgencias, no hemos podido ni entrar a la sala de espera porque están colapsados… los militares nos han echado de allí doctor, mi hija está muy mal y ya no sabemos qué hacer”.

En cuestión de segundos, la mente de Ricardo voló a toda velocidad, contemplando todas las contingencias. “Cálmate, hija mía”, le dijo a Manuela, en primer lugar. “Dime… ¿qué tipo de síntomas tiene la chiquilla?”. Se produjo un tenso momento de silencio en el que sólo fue audible el llanto desconsolado de la madre. “Tiene mucha fiebre, no deja de toser y le cuesta mucho respirar, doctor”. Ricardo tensó sus rasgos por la preocupación; los síntomas coincidían con los del Coronavirus, la misma lacra que estaba llevando a la tumba a buena parte de la población en esos momentos y colapsando todo el Sistema Sanitario.

La misma que, si le contagiara a él, acabaría con su vida en cuestión de una semana, sin remedio alguno.

“Tráela ahora mismo, Manuela”, dijo, sin un segundo de dilación.

En los quince minutos que la familia tardó en llegar, el anciano se movió con inusitada rapidez en busca del respiradero que él mismo utilizaba a veces para poder dormir bien. Lo lavó y esterilizó y preparó una camilla infantil así como suero fisiológico, medicamentos y todo tipo de recursos que pudieran servir según evolucionara la situación. Como toque final, se preocupó de disponer de piruletas rojas en la mesa de su consulta, antes de ponerse guantes y mascarilla y humedecerse con alcohol mediante un difusor.

La niña llegó en brazos de su padre, que la depositó en la camilla lo más rápido que pudo nada más entró. Efectivamente, parecía que se iba a ahogar en cualquier momento. “Haga algo, por favor, doctor”, le repitió una y otra vez la madre, desesperada. “No os preocupéis, todo va a salir bien”, le replicaba el doctor, transmitiendo calma con un tono tranquilo y sosegado. Puso el respirador a la niña en máximo rendimiento, la medicó y la estuvo monitorizando toda la noche, acompañada por sus padres, que pernoctaron en la consulta. A lo largo de la noche el propio doctor les estuvo tomando la temperatura también a ellos, que no dejaron de dedicarle palabras de agradecimiento. “Ahora no, estoy trabajando”, les respondía él, muy serio, si intentaban entablar conversación con él.

La mañana siguiente, Ricardo les reveló a Manuela y a su marido que era muy probable que no sólo su hija, si no también ellos mismos, estuvieran infectados de Coronavirus. “Pero no os preocupéis”, agregó él, antes de que ellos pudieran dar respuesta alguna. “Vosotros tenéis muy buena salud y el virus no os está afectando tanto; lo vais a pasar como si fuera un resfriado fuerte. Vuestra hija, en cambio, tendrá que ir a la Unidad de Cuidados Intensivos tan pronto como sea posible”. Consternados, marido y mujer se miraron el uno al otro como intentando encontrar las palabras ante una revelación tan desgarradora. “No os preocupéis por mí”, les dijo Ricardo, con una sonrisa oculta por su mascarilla. “He tomado mis precauciones y no me pasará nada. Eso sí, vosotros tenéis que cuidaros al máximo de no contagiar a ninguna otra persona”.

Un día y dos noches fue el tiempo total que la niña estuvo en la clínica de don Ricardo. Éste, tirando de contactos que conservaba de su carrera previa, consiguió que guardaran una plaza en la UCI para la chiquilla. Antes de despedirse de los padres, se aseguró de proveerles en grandes cantidades de mascarillas, guantes y desinfectante, recordándoles las medidas de prevención que debían seguir para no contagiar a nadie. Intentaron rechazarlo, argumentando que Ricardo iba a quedarse sin, pero ante ello el doctor se limitó a reír alegremente, como si le hubieran contado un chiste.

Tal como él mismo se esperaba, una semana después, el doctor don Ricardo Gómez murió solo en su casa, afectado por el Coronavirus. En el tiempo que pasó entre su última consulta y el momento de su muerte, puso en orden todo el papeleo para dejar toda su herencia a Médicos sin Fronteras, además de preparar todos los detalles de su sepelio.

Escogió un epitafio que no gustó a ninguno de los centenares de ex pacientes que, meses después, pasarían a visitar su tumba casi como una peregrinación, al levantarse al fin la cuarentena y dar paso a que las cosas volvieran poco a poco a la normalidad.

La frase final de este epitafio, que permanecería durante muchos años tapada por las fotos de todos aquellos a los que este hombre curó en vida, rezaba: “Pasó por la vida sin hacer nada interesante”.

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