En algún lugar de Europa, 1948…
«Contemplé impasible a la mujer tendida en el suelo, comprobando si ya nunca más volvería a levantarse. Tras notar sus venas inertes bajo la presión de mis dedos, mi cuerpo se relajó y me senté en aquella cómoda cama. Con calma, saqué mi pequeño bloc de notas del bolsillo y taché su nombre de la lista. Me sorprendí, pues nunca antes pensé que podría estar tan sereno tras un asesinato.»
«Reparé en la presencia de una bonita vitrina expositora de bebidas situada en la suite. Sin prisa alguna, me levanté y me dirigí hacia allí; tras tomarme mi tiempo, elegí un vino al azar de entre todas refinadas botellas que allí se encontraban. En ese momento su aroma, sabor o color era lo que menos me importaba. Botella en mano, volví a sentarme y di el primer trago; poco importaba el tiempo que pasara allí dentro, dejando pasar las horas y maltratando mi hígado, pues yo era la única persona viva en todo el edificio.»
La luna era redonda y clara, creando un idílico paisaje nocturno sobre aquel bosque en mitad de la nada. Su luz blanquecina se filtraba por los grandes ventanales de aquella alcoba en la parte más alta del caserón, confiriendo un romántico ambiente a la estancia. La escena, sin embargo, distaba mucho de ser romántica. Zafiro, ya apurando su tercera botella y con lágrimas en los ojos, no podía dejar de pensar en su antigua vida, en sus errores, en su desafortunado destino, en la clase de monstruo en que se estaba convirtiendo y, sobre todo, en el espantoso camino vital que su nebulosa memoria le permitía adivinar salpicado de huecos, retazos borrosos y temblorosas pinceladas.
El inerte cuerpo de Lady Gyna, con un cuchillo clavado en la nuca como macabro ornamento, era mudo testigo del tormento de este asesino, autor de su muerte y de la de muchas más personas en los últimos días. El que antes fue un niño reservado, un magnífico estudiante con un futuro prometedor frente a él, ahora, tiempo después, era una sombra enfermiza de ínfima humanidad.
————————–3 horas después——————————
«Aquellos días, que tan negros y lejanos parecen, ahora los recuerdo con nostalgia. Tal vez hubiera podido hacer cualquier otra cosa… tal vez hubiera podido manejar mi destino de diferente manera… tal vez pudiera haberme intentado curar de mi enfermedad. Cualquier cosa menos esto.»
-Sabes que nunca cesará tu enfermedad.
-Tú no eres nadie para hablarme de mi vida.
-Oh Zafiro, pobre Zafiro, no tenía elección.
-Déjame en paz. No te he invitado a mi fiesta de cumpleaños.
-Oh, lo siento, no recordé el detalle de tu última fiesta de cumpleaños…
-¡Vete! ¡Deja de hablarme!
-Pobrecito Zafiro, sus invitados le humillaron. Tenías mucha ilusión puesta en la fiesta de tu quince cumpleaños, ¿eh, Zafiro?
-¡Déjame en paz, maldita! ¡Los muertos no hablan!
-No estoy hablando nene, y lo sabes. Feliz cumpleaños.
«Quién me iba a decir que un cadáver pudiera tener tanta razón. Aquella fiesta marcó mi vida, me sumió en el mar de sombras en que vivo ahora. Mi mente es un barco a la deriva, sin esperanza… ya no hay vuelta atrás para mí. Mi futuro oscila entre la muerte y la locura. Maldigo mi existencia, casi tanto como maldigo a todos aquellos que me hicieron creer en la amistad, para luego echarme en el pozo sin fondo del odio, y cerrar la salida con llave.»
-¿Estás seguro de que fueron ellos los que cerraron con llave, Zafiro?
-Te dije que te callaras.
-Piénsalo, nene. Te quisiste creer, inocente de ti, que tras toda una vida de burlas y maltratos iban a acudir bondadosos y felices a tu quince cumpleaños. Acudieron a tu fiesta fingiendo su amistad y tú en el fondo lo sabías.
-¡No tenían derecho a estamparme la tarta en la cara!
-Por supuesto que no, nene. Aún se pueden observar los restos de quemaduras que se concentran en tu espantosa cara. No te dio tiempo a soplar las velas, ¿eh? Sí, no hables: tampoco tenían derecho a apalizarte, desvalijar tu casa y vejar a tu pobre madre, lo único que te quedaba en el mundo, aprovechando su minusvalía para desnudarla, atarla y lanzarla al fango. Pero…
-¡¿Pero qué?!
-¿Pero crees que todo eso justifica que asesinases a todo el mundo, incluida tu pobre madre?
-…
-¿Crees que todo eso justifica que te pusieras al mando de la vieja segadora de heno de tu difunto padre y destrozaras con ella a todos tus once compañeros de clase, nada más salieron de tu casa?
-¡Cállate!
-¿Crees que todo eso justifica que dieras una sobredosis de tranquilizantes a tu madre? ¿Que la tranquilizaras tanto como para pararle el corazón?
-¡Cállate, maldito cadáver!
Zafiro no pudo soportarlo más. Con una mueca de rabia, salió apresurado de aquella habitación y corrió escaleras abajo. Atormentado por sus propios sus actos, más lúcido que en mucho tiempo, decidió huir lejos, muy lejos de allí, con tal de poder evadir una vez más a la justicia. Corrió tanto como le permitieron sus piernas, hasta llegar a una pequeña cueva en un bosquecillo. Allí, el cansancio le hizo caer dormido.
“¡Feliz cumpleaños, hijo!”
Se despertó sobresaltado. Aunque él no lo recordara, había tenido el mismo sueño desde hacía casi una semana. Un sueño del que no recordaba nada, excepto a su madre felicitándole su quince cumpleaños con dulzura… algo que le ocurrió nada más levantarse, cinco días atrás.
Como en cada uno de los últimos días, Zafiro se asustó; vagó, confuso, por los alrededores de aquella cueva durante horas. Intentaba recordar qué era lo que le trajo allí, o al menos algún hecho de su pasado inmediato. Y un día más, empezó por recordar sentimientos, emociones, odio. Se sintió invadido por una irracional ansia de venganza mucho antes de recordar qué era lo que le provocó tanto dolor, o cómo, o cuando, o por qué. Entonces, se descubrió un pequeño bloc de notas en un bolsillo de su chaqueta sucia y desgastada. En él, había una lista de objetivos, once en total. Ya habían cuatro tachados, el último de los cuales era: “MADRE DE BERENICE”. Ahora, el siguiente en la lista era: “PADRES DE FRANK”.
Guiado por algún impulso inconsciente, Zafiro no se cuestionó el significado de aquella lista. Con un ansia enfermiza, como por instinto, el adolescente emprendió camino hacia la casa de su viejo compañero Frank, al que con tanta ilusión invitó a la fiesta de su quince cumpleaños. Fiesta de la que, conscientemente, el chico no recordaba nada de nada.
Caminaba como hipnotizado, sin tener claro su propósito. Un propósito que, conforme se iba acercando a la casa, iba transformándose en su mente, aclarándose y ensombreciéndose una y otra vez. Como en cada uno de los últimos días.
Y, como en cada uno de los últimos días, después de tachar a su objetivo de la lista y antes de recordarlo todo, pensaría:
«Me sorprendí, pues nunca antes pensé que podría estar tan sereno tras un asesinato.»