Su mente se volvió bruma. Sus recuerdos se entremezclaron, colisionaron y se repelieron entre ellos como en un campo magnético cambiante. Algunos de ellos, los reconocía. Otros, le parecieron delirantes retazos de una realidad imposible.
—Despierta —escuchó su propia voz en su cabeza antes de abrir los ojos.
Un auxiliar de vuelo apareció frente a él. Se quedó mirándole. Le dolía la cabeza.
—Por favor, debe sentarse. Las turbulencias no han cesado.
—David. —Su mujer le tiró de la manga alargando el brazo—. ¿Ya despertaste? Siéntate cariño, por favor, ponte el cinturón…
—David… —masculló él, ensimismado, como saliendo de un letargo.
—Papá, tengo miedo…
La voz de su hijo, situado entre su mujer y él, le hizo reaccionar. Salió del pasillo y se sentó en su asiento, obedeciendo las indicaciones.
—Cariño, tienes que ir al médico, esto cada vez te ocurre más.
Ahora fue diferente, pensó con un escalofrío. Como limpiar las piezas de un puzle antes demasiado sucias como para distinguirlas con claridad. Por un momento se planteó contárselo a su mujer, pero ni siquiera supo explicárselo a él mismo para poder verbalizarlo; al fin y al cabo, el puzle seguía desperdigado.
Su familia siempre le dijo que era muy especial, que tenía que tener cuidado con cómo se mostraba ante el mundo. Ahora lo entendía mejor que nunca: por menos de lo que a él le había pasado por la cabeza, encerraban a la gente en psiquiátricos.
Cogió la mano a su hijo y le recorrió la melancolía. Recordó aquel mismo gesto siete años atrás, sosteniéndole la manita a aquel bebé de cabellos dorados y ojitos aguamarina, como los suyos, que le miraba con la misma viveza que ahora. Le sonrió para intentar tranquilizarle, escondiendo de su rostro el miedo a perderle.
Las turbulencias arreciaron. Volvió a dolerle la cabeza. La bruma quería retornar; de nuevo la remezcla de recuerdos, voces e imágenes borrosas. Cerró los ojos con fuerza, sintiendo que su cabeza que iba a estallar.
—¡Despierta! —le repitió, de nuevo, su propia voz.
Cuando los abrió, se levantó y caminó con paso firme hacia la parte delantera del avión, como si los pasillos no parecieran el epicentro de un terremoto. Lo hizo tan rápido que todo el mundo le miró con sorpresa desde su asiento, aferrándose con miedo a sus cinturones. Llegó a la puerta de acceso a la cabina del piloto.
—Vuelva a su asiento, señor, por favor. —Otra auxiliar de vuelo, con lágrimas en sus mejillas, intentaba cumplir con su deber desde la seguridad de su propio asiento pero la incerteza de su supervivencia.
Él tiró de la puerta, tensando sus músculos hasta arrancarla como si fuera de cartón. El piloto y su segundo no le vieron entrar, más centrados en lo que tenían frente a ellos. Todo era una densa niebla. Volaban a ciegas y todos los instrumentos de medida parpadeaban con luces de emergencia.
—Desvíese, rápido.
Le miraron con la cara desencajada. David irrumpió entre los dos y forzó los mandos, virando el Boeing 747 bruscamente a la derecha.
—¡Deje eso! —El piloto tiró de él sin éxito.
El copiloto complementó la burda maniobra de David para inclinar el avión de forma segura.
Frente a ellos, algo surgió de entre la negrura.
Una enorme nave del tamaño de un edificio permanecía fija en el aire. Un cuerpo cuadrado, oscuro y de protuberancias afiladas que parecía abrir sus fauces, listo para devorar. El avión la sobrepasó por escasos metros cuando parecía destinado a introducirse en su honda garganta mecánica.
—Oídme bien. Voy a abrir la escotilla de emergencia. Vigilad la despresurización, y que nadie se desabroche los cinturones —dijo David, antes de volver sobre sus pasos.
Se cruzó con su mujer e hijo y les sonrió. Ella hizo ademán de levantarse, con un rictus de preocupación en su rostro.
—¡No, Laura! No os mováis de ahí.
—¡Papá! —Su hijo le miraba con lágrimas en los ojos.
—No tengáis miedo… estaré bien.
No esperó más; forzó con aparente facilidad la puerta de emergencia y saltó a través de ella, acompañado por los desgarradores gritos de terror de su mujer. Suspendido en el aire y dejándose caer al vacío, el puzle de su mente iba ensamblando nuevas piezas a medida que era engullido por la niebla.
Cayó de pie en el suelo del desierto creando un gran cráter en la arena. Frente a él se posó la nave alienígena, emergiendo ominosa de entre la densa capa de oscuridad. Una figura salió de ella y se situó frente a David. De cabellos rubios, musculoso cuerpo y ojos azules, vestía un mono oscuro y ajustado y una capa negra.
—Vaya, vaya. Largo tiempo sin vernos, Kryahak. Al final he tenido que venir yo mismo a buscarte.
—Ahora soy David —dijo él—. Lo siento, pero no quiero volver.
—¿Te parece correcto, Kryahak? ¿Qué van a pensar tus compatriotas de esto? Tu misión era estudiar y traernos especímenes de este planeta, no quedarte a vivir aquí. ¿Cuántos ciclos han pasado? ¿Quince?
—No… no lo sé —se encogió y se sujetó la cabeza con las manos, gimiendo—. Simplemente vete, deja en paz este planeta.
—Oh… no te acuerdas de mí, ¿es eso, verdad? ¡Ni siquiera recuerdas a los tuyos, por eso te has quedado a malvivir aquí como un salvaje en vez de hacer tu trabajo!
—¡No es verdad! Me… me acuerdo… pero vosotros no entenderíais esto. Tengo aquí a mi familia.
—¿Familia? —el hombre rió—. ¿Te refieres a esa aberración que ha nacido de ensuciar tu sangre con la de una humana? Vas a venir conmigo, Kryahak, luego ya veremos qué hacemos con este patético planeta.
—¡Nunca!
Corrieron el uno hacia el otro y chocaron sus puños en un impacto que levantó la arena a su alrededor. Siguió un encarnizado intercambio de carreras, puñetazos y patadas que destruyó rocas y cactus y dibujó largos surcos en el suelo.
David retrocedió alejándose de su rival, asustado por enfrentarse por primera vez a un poder comparable al suyo.
—¡Eres patético, Kryahak! ¡Qué esperar de alguien que se ha acomodado a vivir en un sitio como este!
El alienígena embistió a David, que intentó cubrirse con los brazos, y le propinó una lluvia interminable de golpes y patadas que pronto acabaron impactándole en el rostro. Tras varios segundos, David, exhausto, no pudo prestar resistencia cuando su enemigo le levantó del cuello.
Agonizante, intentó en vano apartar las manos de su rival que le estrujaban las vías respiratorias. No era lo suficientemente fuerte, les había fallado. «Perdóname, cariño…», pensó, visualizando la cara sonriente de su mujer. «Perdóname… hijo mío».
—Prepárate para morir, traidor.
Algo surcó los cielos a la velocidad del rayo e impactó en el pecho del invasor. David cayó al suelo, libre del agarre. Levantó la vista y vio a su rival estampado contra su propia nave a cien metros, tosiendo sangre. La giró, y vio junto a él al aliado más insospechado.
Su hijo, erguido y bien firme contra el suelo, emanaba un aura luminosa que, según su asombrada percepción, irradiaba más poder que él y su enemigo juntos. —¡Deja en paz a mi papá! —Los azules ojos llorosos del niño brillaron con intensidad, y una luz rompió la oscuridad de la noche y se proyectó contra el alienígena y la nave que lo amparaba.