La fuerza de la ira

Lo último que recuerdo haber visto en vida fue la mirada de Ifeanyi, el hombre con el que compartí mis últimos años. Fue en el propio granero de nuestra casa, y no se dignó a mover un músculo mientras los terroristas de Boko Haram me agarraban del vestido y me forzaban por detrás mientras extendía mis manos hacia él, suplicando su ayuda.

La escopeta debajo de las tablas de madera… la maldita escopeta, ¡esa escopeta que solo él y yo sabíamos que estaba allí! ¡Estaba allí, bajo sus pies, y no se dignó ni a intentar cogerla! Me penetraron uno tras otro, me golpearon, me amordazaron. Me resistí con todas mis fuerzas hasta que machacaron mi cabeza contra el suelo y poco a poco se me fue yendo la vida como se me iba la sangre por la nariz y se vertía por las rendijas, mientras yo clavaba mis ojos en su estúpida cara llena de lágrimas.

La ira me mantuvo atada al mundo de los vivos. Una inmensa rabia hacia mis asesinos… y hacia él. De nada me valían sus ruegos, su temblor, sus sollozos más propios de un niño. Lo primero que percibí desde fuera de mi cuerpo fue su parálisis viendo cómo esos sanguinarios seguían violando mi cadáver.

Me convertí en una presencia invisible, y todo se envolvió para mí de una densa niebla que amenazaba con absorberme.

La fuerza de la ira que marcó mis últimos segundos se ancló en mí como una soga que me asfixiaba y me llamaba a resarcir lo que ya no podía repararse. Mi existencia se perpetuó a través de una insoportable angustia hecha de decepción, rencor y sueños rotos.

Los terroristas salieron del granero pero Ifeanyi permaneció allí, su espalda contra la pared de madera quebrada. Fui muda testigo de su noche en vela contemplando lo que quedaba de mí, incapaz de mover un solo músculo de su cuerpo, mientras mis asesinos se alojaban cómodamente en nuestra casa, la más grande del poblado. Debía marcharme, pero la furia más profunda me encadenaba a ellos.

Por mucho que lo intenté, no logré hacerle notar mi presencia a ese medroso miserable de Ifeanyi, y eso me enfureció todavía más. Quería que reaccionara, que se armara y subiera a matar a esos salvajes en mi nombre, pero no estaba haciendo nada, ¡nada! Logré disipar parte de mi niebla con un grito que no pareció oírse fuera de mi plano de realidad, y lo único que conseguí fue erizarle el vello como si hubiera bajado la temperatura.

Toda una vida dedicada a luchar contra la barbarie de la sharia, concienciando a los niños y a los gobernadores en la búsqueda de la igualdad… solo para que los fundamentalistas arrasaran nuestro poblado, asaltaran mi colegio y nos dieran caza a alumnas y profesoras. Mi marido, al que creí un fiel aliado de mi lucha, no dijo absolutamente nada cuando esos salvajes me persiguieron hasta casa. Por lo que a ellos respecta, nosotros ni siquiera nos conocemos. ¡Calló como un maldito animal asustado! ¡Ni siquiera fue capaz de mencionar mi nombre delante de ellos!

Ifeanyi, el que fuera mi mayor apoyo, se acabó convirtiendo en un recluta forzoso de Boko Haram cuando a la mañana siguiente de mi asesinato, los hombres que había alojado en su casa, ¡mis malditos asesinos!, le pusieron un maldito papel y un tintero sobre la mesa.

—Puedes unirte a nuestra causa para acabar con los cristianos y los laicos —dijo el cabecilla—. Lucha con nosotros por un Estado Islámico que acabe con la corrupción del gobierno.

—Eres joven y fuerte. Solo tienes que escribir tu nombre, mojar tu dedo en la tinta y ponerlo aquí. Nos puedes ser útil.

—Puedes venirte con nosotros… siempre que no seas uno de esos infieles afeminados.

El Ifeanyi que yo creía conocer les diría que no y moriría con dignidad. ¡Eres ateo y feminista! ¡Confiésaselo, bastardo! Como máximo, les seguiría la corriente y cortaría sus cuellos a la primera oportunidad que se le presentara.

Pero no. No lo hizo.

Les dijo que sí, bajando la cabeza, sometido como una oveja.

Le intenté empujar pero solo le atravesé, causándole un ligero escalofrío. Grité deseando con todas mis fuerzas desencadenar una explosión que se los llevara a todos conmigo. Alejé la niebla de mí casi hasta perderla de vista, y entonces… me quedé sin fuerzas.

Pensé que no había logrado nada, pero la mirada confusa de los asesinos me llevó a advertir el arrugado papel de inscripción para mi marido oscilando en el aire hasta depositarse lentamente en el suelo.

Cuando lo recogieron e Ifeanyi lo rellenó, una nueva oleada de furia me invadió hasta permitirme descolgar un cuadro de la pared. Esos bastardos miraron en derredor por un momento, pero no le dieron más importancia. Me sentí venirme abajo y por poco la niebla no se me lleva con ella.

Esa noche mi marido tampoco durmió. De nuevo, un deseo irrefrenable me hizo querer manifestarme ante él… y, eventualmente, lo hice. Recreándome en mi rencor, por un segundo la niebla se disipó por completo y mis facciones se revelaron ante su mirada ojerosa. Un grito ahogado precedió a la sacudida de todo su cuerpo cuando percibió mi presencia.

Cuando me quedé sin energías, el muy cobarde se limitó a huir en silencio, jadeando, no sin antes robar las mochilas de los terroristas llenas de armas y provisiones. Y ahora sí, ¡ahora!, levantó las tablas de madera del suelo del granero para coger su oculta escopeta y llevársela consigo.

Pero ni siquiera se dignó a subir y vengarse de los asesinos de su mujer.

Y mi furia, lejos de apaciguarse, creció hasta convertirse en un pitido insoportable que crecía sin parar saturando lo que quedaba de mi percepción.

La niebla insistía en volver a mí como un enjambre de insectos que me devoraba, pero mi ira lo repelía. Recorrí cada una de las estancias de aquella maldita casa vertiéndola sobre cada cortina que podía mecerse, cada estante cuyos objetos pudiera tirar y cada vello erizado por el frío de mis asesinos. Se despertaron sobresaltados, sumergiéndose en acusaciones mutuas que rápidamente desembocaron en comprender que su nuevo miembro les había traicionado.

Y yo, que le conocía más que él a sí mismo, sabía dónde estaba. Concentré todo mi ser en escribir «Sahel – Assodé» en la tierra junto a las huellas del todoterreno que había robado. De alguna manera, logré que los terroristas fueran tras él en su segundo jeep, y mi presencia se instaló con ellos como una carga silenciosa.

El atardecer emergía en el horizonte tras la larga travesía por el desierto, recortando de rojo y azul las ruinas de Assodé. En el antiguo asentamiento tuareg, abandonado a principios del siglo pasado, Ifeanyi tenía la casa de su bisabuelo. Y efectivamente, le delató el morro del vehículo aparcado detrás del edificio.

Cuando detuvieron el jeep frente a la entrada, fantaseé con ver al cobarde de mi marido destrozado por aquellas bestias. Pero, cuanto más me recreé en ello, más creció en mí una pena que me ahogaba y danzaba entre la niebla que me empujaba al más allá.

Entonces, todo cambió.

Una granada cayó sobre el capó del vehículo cuando los terroristas estaban bajando. Los que sobrevivieron a la explosión, aturdidos, acabaron acribillados por un AK-47 que empuñaba mi marido en el tejado de la casa.

Desplacé mi presencia ante él e intenté leer su mirada ojerosa a través de la niebla.

Y ahí le vi. Vi al verdadero Ifeanyi, el luchador del que me enamoré y que lo daría todo por defender su causa. Tras recargar el fusil, marchó hacia el todoterreno de detrás y ocupó el asiento del conductor. Yo me situé en el del copiloto envuelta de una negrura cada vez más intensa.

Se giró hacia mí como si me hubiera percibido. No dijo una palabra, pero sus ojos me lo contaron todo. Me hablaron de tristeza, de debilidad, pero también de resiliencia y de un intenso deseo de redimirse.

La ira fue desapareciendo de mi ser a medida que volvía a habitar en mí la empatía que me unió a él desde un principio, la misma que me hizo enamorarme y que guio cada paso de nuestra lucha por un mundo más justo. No fue la muerte de mis asesinos, sino el reencuentro con aquella mirada, lo que me hizo recordar, volver a ser yo y sentir una maravillosa paz acompañándome en el menguar de mi existencia. Espero que Ifeanyi haya sido capaz de ver mi sonrisa justo antes de que la niebla me haya arrastrado al descanso eterno. Sé que le dará las fuerzas que necesita para seguir luchando.

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