Regreso a la sala de cine

Este relato se sitúa después de La Sala de Cine

Cuando el joven empresario Andrés Ferrero anunció a su entorno la adquisición de un viejo cine en un poblado a las afueras de Madrid, la sorpresa fue la reacción predominante. Pese a su fama de excéntrico, nadie le tenía por un cinéfilo o aficionado a las antigüedades. Él, siempre complacido por la atención ajena, se regodeaba en alimentar el misterio, y solo su hermana, con quien a menudo compartía viajes y aventuras, pudo saber de primera mano sus auténticos motivos. La llevó a dar una vuelta por el pueblo de Sotorneces, ya casi deshabitado, a modo de ceremoniosa introducción a la visita de su nueva propiedad.

—Qué decepción, hermanito —le dijo, caminando a su lado mientras se acercaba a la vieja fachada, cigarrillo en mano—. Así que, después de todo, esto no es más una simple inversión. Y una bastante tonta, tengo que decirte. ¿Pensabas que me ibas a impresionar con este plan tuyo?

Andrés rio, pues ya había anticipado esa reacción a su idea. Antes de contestar, se detuvo a contemplar de cerca el frontal de aquel imponente edificio que no se había tocado en casi cincuenta años. Era sorprendente cómo la oxidada marquesina todavía se sostenía en lo alto de una puerta de doble hoja cuyos cristales rotos habían sido suplidos por tablas de madera. Incluso se podía intuir, por las letras que todavía aguantaban, una de las últimas películas proyectada antes de cerrar sus puertas, en 1973: La semilla del diablo, de Roman Polanski.

—Sabía que dirías eso, Bea… tú siempre pensando en los negocios. Pero a mí me vale la pena. Si lo consigo, grabaré mi nombre en la historia. Y si no… ¿y lo bien que me lo habré pasado? —Le dio un codazo a su hermana.

—Estás loco, ¡en vaya líos me metes! —Se lo devolvió aún más fuerte, justo después de tirar su colilla al suelo—. ¿Y hacía falta tener que comprar todo esto para filmar al supuesto fantasma?

—¿Qué te crees que me ha costado, tacaña? —Andrés le estrechó el hombro cariñosamente mientras la conducía hacia la entrada—. He sido el primer comprador desde que lo cerraron, tú imagínate. ¡Y lo dejaron intacto, con todo dentro! He tenido la suerte de conocer su historia de pura casualidad, y no he podido resistirme a aprovecharlo. Cuando consiga un vídeo del fantasma y me haga famoso, este cine se convertirá en la mayor atracción turística de Madrid.

—Luego soy yo la que siempre lo ve todo como un negocio… —Le pellizcó la barriga mientras él abría las puertas.

Sin darse cuenta, las risas de Bea y Andrés se fueron apagando a medida que penetraban en el viejo edificio, linterna en mano, y exploraban su polvoriento hall enmoquetado, con su taquilla justo al lado de la entrada cubierta por una mampara de cristal opacada por el tiempo. Algunos sillones, una mesita y hasta una elegante barrera de tela roja sostenida por pilones móviles que separaba el vestíbulo de la entrada a las salas… todo seguía allí como atrapado en el tiempo, sucio pero intacto.

—Este fue uno de los primeros cines multisala en España —dijo Andrés en voz baja, causando el sobresalto de Bea—. El tipo que lo compró fue un pionero, pero no tenía visión de negocio. Cuando los del pueblo se cansaron de la novedad, aquí empezó a venir mucha menos gente. Aunque tuviera tres salas, no era muy habitual que echaran más de una o dos películas al mismo tiempo.

—¿De dónde crees que salió esa historia del fantasma? —preguntó Bea, mientras seguía a su hermano escaleras arriba.

Andrés, que mantuvo a su hermana en ascuas intencionadamente, abrió la puerta de una de las salas de proyección. Un enorme proyector analógico enfocaba a la negrura a través de un estrecho hueco que comunicaba con la sala, sus engranajes repletos de telarañas. A su lado, multitud de rollos de película se apilaban unos sobre otros de forma caótica.

—Muy ordenados no eran —susurró Andrés.

—¿En serio pretendes que yo haga funcionar eso?

—No te ofusques, hermanita, ya compraré yo otro proyector digital, para mi plan eso es lo de menos. Bueno, ¿bajamos a las salas?

Andrés sonrió al percibir la cara de apuro de su hermana en la penumbra. Sabía que su orgullo era lo único que la retenía con él en esos momentos.

Tras volver al hall y bajar al semisótano que conducía a las salas, exploraron la uno y la dos, la luz de la linterna rebotando en multitud de motas de polvo suspendido que se agitaba al acariciar los blandos asientos o tirar del extremo de las pantallas. El olor a moho inundaba el ambiente. Andrés sintió el corazón bombearle más rápido de lo que estaría dispuesto a reconocer; Bea no volvió a preguntar nada. Al atravesar el umbral de la tercera, él rompió el silencio.

—Esta fue la sala de las supuestas desapariciones… tres personas, en días distintos, y siempre cuando se quedaban solas.

—¿Estás seguro de ese plan tuyo? —Bea tragó saliva.

—Por cierto, no te conté la historia del fantasma. —Sonrió maliciosamente—. La cuestión es que construyeron todo esto encima de un caserón que estuvo abandonado durante décadas ya en los sesenta. —Su hermana se aferró a su brazo mientras él avanzaba perfilando con la linterna la primera fila de butacas—. He indagado un poco y parece que aquí vivió la familia de señoritos que poseía casi todos los terrenos de Sotorneces. La gripe española pegó muy fuerte en los años veinte, y de la familia solo sobrevivió el marido. Su mujer, todos los hijos, sirvientes y criados… todos muertos.

—Vayámonos fuera, me voy a asfixiar con este polvo —dijo Beatriz en un hilo de voz.

—Pero eso no es lo más truculento. —Andrés empezó a desandar sus pasos con deliberada lentitud—. Esto que te voy a contar lo sé gracias a los viejos que aún quedan en el pueblo.

—Ya me lo cuentas fuera, Andrés. —Ella le aferró el brazo con más fuerza.

—Se dice que el señor de la casa se volvió sombrío y taciturno, descuidó sus tierras y dedicó sus últimos días a celebrar ostentosas fiestas en su casa con otros terratenientes de Madrid. Nadie sabe qué ocurría en esas fiestas, pero hubo un punto en que la gente dejó de acudir a ellas. ¿Y sabes por qué?

En el umbral de la sala y con su hermana apretándole el brazo, Andrés apagó la linterna.

—No tiene puta gracia, Andrés Ferrero.

—Porque cada vez que se juntaban en una de sus fiestas, uno de ellos acababa desapareciendo sin dejar rastro.

—¡Tú te lo has buscado!

Beatriz pellizcó a Andrés y le arrebató la linterna; tras volver a encender la luz, encabezó el camino a la salida del cine acompañada por las risas y quejidos de su hermano.

—Oye, no te lo acabé de contar —lanzó su protesta ya de vuelta frente a la fachada—. Un buen día, el propio señor de la casa se esfumó dentro de su propio caserón. Y cuando vino la policía, ¿sabes qué se encontraron?

—¿El cuerpo de todos esos desaparecidos? —dijo Bea cruzándose de brazos.

—No. Solo estaba allí el esqueleto de una niña preadolescente. Justo la misma que se le apareció a esos pobres miserables en la sala tres de este cine al quedarse solos, según la única testigo superviviente.

—Te estás jugando mi colaboración en tu plan absurdo, tete. Vale, tú ganas, me has acojonado. Al proyeccionista no le pasaría nada en esas… apariciones, ¿no?

—No te preocupes, hermanita, yo soy el único que se va a poner en riesgo aquí.

—Bueno, tú y la pobre imbécil que caiga en tus garras. Más te vale que todo esto no sean más que patrañas, si le acaba pasando algo yo voy a negar toda implicación, ¿eh?

—Tranquila, hermanita. —Se acercó a darle un abrazo—. Gracias, sabía que podía contar contigo. Ya sabes, te bastará con darme la señal. Tiene que ser un poco avanzada la peli, para que sea creíble. Prepara la cámara y ten a mano el interruptor de las luces, y si es que existe, lograremos grabar a ese fantasma.

—No te quiero ver acercándote a mis amigas hasta noviembre —le advirtió.

————

Meses después, en la fila diez de la sala tres, Andrés acompañaba a una reciente conquista a lo que prometía ser el treinta y uno de octubre más emocionante de su vida. La joven, que conocía los detalles justos para no echar a correr de la sala, se mostraba visiblemente excitada por la perspectiva de ver la clásica «La Noche de Halloween» de John Carpenter esa misma velada en un cine de la época.

El cine se había limpiado exhaustivamente, pero no se había alterado ninguno de los elementos que le daban ese ambiente clásico ya perdido en el tiempo, a excepción del proyector digital manipulado por Beatriz Ferrero que simulaba el sonido e imagen de un proyector antiguo.

Andrés, disfrazado de vampiro, sonrió al cruzar miradas con la veinteañera Morticia Addams y percibir la emoción en su rostro.

—¿De verdad es un rollo de película original? —Le susurró al oído al contemplar los créditos iniciales, como olvidando que tenían la sala para ellos solos—. ¿Cómo lo has conseguido?

—Claro que sí. Yo lo puedo todo, preciosa —mintió.

Fue girándose con disimulo de tanto en tanto hacia la pequeña ventana que daba la cabina de proyección, hasta que vio a su hermana enseñándole el pulgar.

—Vuelvo en un segundo, tengo que ir al baño —dijo Andrés a su cita, que le estaba agarrando de la mano. Ella, desviando la vista del imponente primer plano de Michael Myers, pareció suplicarle con la mirada—. Tranquila, no tardaré.

Tras salir de la sala y cerrar tras él, Andrés subió las escaleras que llevaban a su cabina de proyección. Se extrañó al ver que la puerta no cedía, y llamó a Bea.

Sin respuesta. A juzgar por la ausencia de sonido y por la luz de la rendija bajo la puerta, intuyó que su plan había empezado: Bea había detenido la película y había encendido dos potentes focos a cada lado de la sala. Ahora debería estar grabando los movimientos de aquella pobre infeliz, con la esperanza de captar al famoso fantasma que en 1973 llegó a mencionar una testigo.

—¿Bea? Bea, no tiene gracia. ¡Ábreme!

Andrés oyó un grito procedente de la sala. Dudó por un momento si bajar o no, mientras intentaba forzar su entrada a la cabina de proyección gritando el nombre de su hermana. «A la mierda», pensó, volviendo sobre sus pasos. Cuando desatrancó la entrada a la sala tres y la atravesó, se vio deslumbrado por los focos. Miró en derredor, dándose cuenta de que allí no había nadie más. La chica se había evaporado. Se giró hacia la ventana a la cabina, con la esperanza de ver a su hermana con la cámara de vídeo, pero solo había una negra humareda en su lugar. 

—¡Bea! —gritó con todas sus fuerzas.

Se fijó en la videocámara tirada en el suelo justo bajo la ventana de la cabina. Andrés caminó hacia ella y miró a los lados esperando ver allí a su hermana, con la esperanza de que hubiera saltado por el hueco, pero no la encontró.

—¡Bea! —repitió una y otra vez, gimoteando desesperado.

Se planteó por un momento coger la cámara del suelo, cuya luz roja parpadeante indicaba que seguía grabando, pero la preocupación por su hermana tomó para él máxima prioridad. Decidió salir de la sala y volver arriba a buscarla.

Pero, al avanzar apenas unos pasos, una visión le paralizó.

Era una sombra anómala cuya negrura se recortaba sobre la oscuridad del pasillo. «Una niña de negro», como afirmaba haber visto aquella aterrada testigo hacía medio siglo. Solo que ella no le vio la cara.

Andrés, sí. Sus esfínteres se aflojaron y sus facciones se desencajaron en una mueca imposible cuando aquel rostro sumergido en la angustia empezó a hacerse más y más nítido ante sus ojos, penetrando en sus pupilas como cuchillos envenenados.

Y desapareció, en un plano grabado en perfecto enfoque por la cámara tirada en el suelo. Como también lo acabó haciendo la propia cámara, y toda aquella sala de cine maldita, cuando fueron pasto de las llamas.

El cigarrillo de Beatriz Ferrero, cuyo cuerpo tampoco fue encontrado, fue el detonante de aquel infierno al entrar en contacto con la desordenada colección de antiguas películas apiladas, algunas de ellas hechas del altamente combustible nitrato de celulosa. El por qué lo dejó caer, solo puede ser objeto de especulación.

En las ruinas calcinadas, el centenario espíritu de la niña maltratada siguió rondando por lo que un día fue el sótano de su caserón, sufriendo en eterna agonía por las vejaciones que marcaron su existencia y el final de sus míseros días en penoso cautiverio. Llevándose con ella a todo aquel que volviera a recordarle a aquellos que bajaban a visitarla y le decían aquello de «esto será nuestro secreto».