El secreto del guardabosques

Tras siete años allí, Samuel seguía agradeciendo a diario poder ejercer de guardabosques en aquel magnífico parque natural donde nada ni nadie perturbaba su plácida rutina entre montañas, riachuelos y coníferas centenarias.

Desde la torre de vigilancia, elevada quince metros sobre su propia cabaña residencial, era capaz de prevenir incendios en cientos de hectáreas desde la cima del extenso valle tapizado en verde. A Samuel le encantaba; era como la anhelada casa en el árbol que nunca llegó a tener de pequeño. Allí arriba, el mundo se reducía a él y a la quietud de la naturaleza, una nueva existencia en la que partir de cero huyendo de todo lo que le hacía daño y de la posibilidad de dañar a otros.

Pero ni siquiera allí, perdido en el monte, era capaz de escapar por completo a las perturbaciones de su antigua vida. Estas le alcanzaron por primera vez en la forma de una carta de su madre, que llegó con retraso por la dificultad del servicio de correos para acceder a su remota dirección. Para cuando Samuel la leyó, ya era tarde: el anunciado entierro de su padre, que murió de un infarto, se había celebrado esa misma mañana. El alivio se entrelazó con la culpa hasta el punto en que, encharcado en su profunda soledad, pensó por primera vez en el suicidio.

Fue por ello que Samuel, llevando ya años en aislamiento, había decidido comprarse un teléfono inteligente que le permitiera tener un mínimo de contacto con el mundo exterior, aunque solo pudiera conectarse desde la torre de vigilancia.

Pasó el tiempo y, una mañana, una notificación le sonó en el bolsillo mientras subía las escaleras de mano poco antes de salir el sol, cuando su móvil recuperó la cobertura. Al llegar a su puesto de trabajo, consultó la pantalla entornando los ojos: su transferencia periódica había sido rechazada por el banco de destino. «Qué raro», masculló para sí, y ordenó, esta vez de forma manual, el pago que llevaba efectuando durante meses.

Este evento le perturbó durante el resto del día. Partes de su mente que permanecían apagadas tomaron nueva luz, vertiendo interrogantes sobre las causas de lo que había ocurrido. Despertaron a su vez a otras partes que hubiera preferido mantener enterradas para siempre.

Optó por bajar de la torre antes de lo habitual y perderse en la frondosidad del bosque, como solía hacer cuando sus demonios interiores se empeñaban en invadir cada rincón de su conciencia. Su río de pensamientos perturbadores siempre acababa desembocando en el mismo punto: la imagen de su padre sentado en el sillón, llamándole. Él negándose. El cinturón, los golpes, el miedo.

No podía seguir por ahí, su mente tenía que parar; aligeró el paso hasta correr, y lo hizo hasta no poder más. A sus cuarenta años, el agotamiento físico era su mejor remedio contra la angustia de perder el control de sus recuerdos.

Al llegar a casa se dio una ducha fría y se acostó, pero no pudo conciliar el sueño. Experiencias largamente olvidadas emergieron a borbotones. Su antigua profesión en servicios sociales. Ahmed, Romina, Dylan… Teresa. Rompió a llorar, impotente, después de horas de dar vueltas en la cama. Llegó un punto en el que tomó un cuchillo y avanzó hasta el fregadero con manos temblorosas. No se atrevió a dar el siguiente paso. Tiró el cuchillo y fue de vuelta a la cama. Empezó a masturbarse cerrando los ojos con fuerza y sin dejar de sollozar, impregnando las sábanas a los pocos segundos.

Despertó sobresaltado cuando los rayos de luz ya asomaban por la ventana. Se vistió y salió rápidamente.

La ronda de vigilancia transcurrió en relativa paz en su atalaya hasta que le llegó una notificación al teléfono a media mañana: su transferencia manual ordenada ayer tampoco pudo llevarse a cabo. Optó, esta vez, por poner el móvil en modo avión y centrar toda su atención en empaparse del entorno. El olor a pino, el limpio cielo y el aire puro eran lo único a lo que podía aferrarse si es que quería conservar su preciado resquicio de estabilidad.

Dio un respingo cuando reparó en un vehículo a lo lejos, apenas visible entre los árboles, y se dio cuenta de que se estaba acercando. Aquel todoterreno desvencijado avanzaba por el único camino hacia su casa, y él empezó a descender de la torre sin perderlo de vista a través de los huecos entre los peldaños.

Pisó tierra en el mismo momento en que ese todoterreno aparcaba junto al suyo. Bajaron de él una mujer mayor y un niño de unos seis años. Samuel, esforzándose por aparentar tranquilidad, tragó saliva mientras gotas de sudor frío le empezaban a recorrer la sien.

—¿Samuel Devis? —dijo ella. Él asintió.

La mujer le repasó de arriba a abajo como si se encontrara ante una rueda de reconocimiento. La mirada de él quedó atrapada en la de ese niño que tenía sus mismos ojos.

—Te encontré por el director de mi banco. Has estado enviando mucho dinero a mi hija. ¿Me estás escuchando?

Samuel, aturdido, la miró a la cara. Las ojeras, el pelo ralo y descuidado, la sequedad de la piel… Se dio cuenta de que no era mayor, solo lo parecía. Debía tener su misma edad, pero sus rasgos parecían estropeados por los estragos de la mala vida. Aquellos ojos vidriosos le escrutaban a través de unas pupilas dilatadas.

—Ella…

—Ella está muerta.

El niño miró alternativamente a los dos adultos mientras ellos parecían sopesar el peso de la situación.

—¿Eres el padre? —La mujer señaló al niño—. Hay mucho que hablar.

—¿Cómo murió? —Dijo Samuel con la boca seca.

—Cáncer.

Tras un segundo intercambio de silencios, Samuel se excusó diciendo que tenía que subir a reportar su vigilancia. La mujer asintió, pero le dijo lacónicamente que llevaba todo el día conduciendo y debía descansar. El guardabosques les invitó a entrar en casa. Ella caminó por su cuenta hasta el sofá y se encendió lo que parecía ser un cigarro liado de marihuana, ignorando la presencia del pequeño. El niño permaneció en el centro del salón, quieto y de cara a Sam, que le dijo que podía sentarse, titubeando y rehuyéndole la mirada.

El guardabosques volvió a la torre con dificultad, sintiendo cómo le crecía una intensa presión en el pecho.

Después de reportar a la central de vigilancia, abrió su móvil y buscó el correo electrónico que Teresa le envió hacía seis meses.

«¿Conservas esta dirección? La saqué de aquellas entradas de tren que me compraste por internet je je», rezaba aquella misiva digital torpemente redactada. «Por fin cumplí dieciocho, cariño, salí del centro de menores y me lo voy a currar para que me den a nuestro hijo. No le dije nada a nadie en todo este tiempo, como quedamos. Pero ahora sí podemos estar juntos, nadie nos puede decir nada, ni mi madre, ¿oyes? Ahora soy una persona nueva, porfa desbloquéame».

En aquel momento, él se había limitado a pedirle su número de cuenta bancaria y, cuando lo tuvo, marcar su dirección como Spam.

Ahora, ella estaba muerta. Muerta.

Con una creciente sensación de ahogo, se atrevió a mirar en la carpeta de Correo no deseado y navegó por decenas de correos que suplicaban su ayuda y narraban el imparable avance de la enfermedad sobre la joven madre, impotente por darse cuenta día a día de que iba a dejar solo a su hijo. «Sam, por favor, no necesito tu dinero, te necesito a ti», decía el último de ellos, de hacía solo unos días.

Un grito lánguido desde abajo le hizo volver a la realidad. La mujer llamaba a un tal David. Samuel levantó la vista y retuvo el aire al darse cuenta de que el niño estaba allí, y le miraba asomándose por el hueco de las escaleras. Sin perderle de vista, el pequeño terminó de subir y se acercó a pasos lentos hasta su padre, que no se atrevió a despegarse de la silla.

No dejaba de mirarle con esos ojos curiosos, y Samuel, su rostro pétreo y sus piernas paralizadas por el miedo, se puso la mano en el pecho sintiendo que le iba a estallar. Ahogó un grito cuando el pequeño David tendió su manita y le tiró de la chaqueta.

En su mente, se vio a sí mismo como ese niño, arrodillado ante su padre sentado en aquel sofá y con el cinturón en la mano. Y él llorando, la cara enrojecida y manchada de semen.

En el mundo real, reaccionó apartando a David de un manotazo. El pequeño rompió a llorar sin comprender.

Samuel se levantó tirando la silla al suelo, retrocediendo ante la visión del infante desconsolado. Una erección presionó su entrepierna.

Fue la última y definitiva vez que pensó en el suicidio.

Se dio la vuelta y se lanzó al vacío través del mirador de la torre, acallando todos sus demonios de la única forma que le era posible en el mismo momento en que su cabeza reventaba contra el porche de la cabaña.

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