La carga del valor

Joseph camina por los muelles a paso lento y bañado por la luz de la luna. Por fin está solo; lo necesitaba. Se pone en cuclillas intentando mitigar el temblor de sus piernas mientras mira al mar. Recorre con los dedos su colgante, una medalla honorífica al valor que le puso el alcalde de la isla pocas horas atrás. Tras soltarla, se saca una navaja del bolsillo y la usa para cortar la cinta que la ata al cuello. Se guarda la navaja y se queda mirando el redondeado emblema dorado mientras lo aprieta con su única mano como queriendo romperlo en mil pedazos.

Las lágrimas recorren su rostro embotado y le bajan por su tupida barba mientras imagina los titulares del periódico del día siguiente, ya anticipados por los periodistas que no le han dejado en paz desde que atracó allí mismo esa mañana. «El héroe del Hopefinder», le llamarán, pese a que él no perteneció a su tripulación, sino a la comitiva de la ONG «Mares sin fronteras», que envió tres zodiac al rescate del malogrado barco-patera.

Seguramente investigarán sobre él, y aprovecharán su pasado como militar estadounidense para engrandar más la épica de su hazaña. Puede que cuenten su intervención en la Guerra Civil de Somalia y su participación en la lucha contra Al Qaeda. Adornarán su crónica relacionando su experiencia en la fuerza naval combatiendo piratas somalíes con la increíble hazaña de haber rescatado a doce niños de un barco de migrantes a punto de hundirse en el preludio de una tormenta.

«Debería estar satisfecho», se dice. Una parte de él verdaderamente lo piensa: llevaba desde pequeño soñando con ser un héroe. Su época en el ejército le trajo muchas victorias pero poco reconocimiento público, y su valentía siempre había sido admirada por sus compañeros hasta que perdió su mano izquierda y se tuvo que retirar del servicio.

Ahora se pregunta, por primera vez, si realmente se unió a la ONG por su voluntad de ayudar a los demás, o si solo era una forma de decirle al mundo «sigo aquí y sigo siendo útil». Su mente se va nublando a medida que se acerca a su embarcación, una desvencijada zodiac de gran tamaño; la única de las tres que ha podido regresar. La contempla mientras la mecen las olas, evocando lo ocurrido.

Avistaron el Hopefinder con muy poco margen de maniobra antes del temporal. El hundimiento del herrumbroso barco era inminente, y solo la ONG Mares sin fronteras se atrevió a enviar a una pequeña flotilla de rescate a pesar de la tormenta que iba a azotar las turbulentas aguas de ese lado de la isla.

La lancha de Joseph iba a ser la última de las tres en alcanzar el naufragio, y llegó a cruzarse con la zodiac ya repleta de migrantes de los primeros compañeros que habían llegado. La expresión incómoda del ex militar al saludarles extrañó a su compañera Lisa, que le preguntó qué le pasaba por la mente.

—Han malgastado mucho combustible en llegar tan rápido —dijo él—. Y la han sobrecargado mucho. Ya de por sí ponemos bastante al límite el motor de nuestras zodiac y ya sabes que no son muy fiables. Así, no van a poder llegar a tierra.

—¿Qué van a hacer, si no? —dijo ella, contrariada—. ¡Estamos aquí para eso!

El patrón no respondió, incómodo. Llevaba ya meses codo con codo con Lisa en la ONG pero esta era su primera misión realmente peligrosa. Y para él, era también la primera vez que un compañero de menor experiencia le cuestionaba argumentos que implicaban sacrificar algo por un bien mayor.

A medida que se aproximaba, tragó saliva al tomar conciencia del inaplazable hundimiento del Hopefinder y la inmensa cantidad de migrantes que luchaban por permanecer en su cubierta. Imágenes de la Guerra de Somalia empezaron a sabotear su mente a medida que observaba los problemas que la segunda zodiac estaba teniendo para apaciguar a la marabunta de personas que se tiraban al mar para alcanzarla. Gente desesperada, sabiéndose al borde de la muerte y dispuesta a pasar por encima de otros para sobrevivir.

Echó un vistazo a Lisa y vio en sus ojos el terror de verse en una circunstancia que superaba con creces sus peores presagios. «Vamos a morir todos aquí», pensó Joseph, «A menos que consiga que mantengamos la cabeza fría».

La cubierta terminó de sumergirse bajo los pies de los tripulantes que aún se apelotonaban sin nada flotante a lo que agarrarse, y la vela, inclinándose absorbida por la presión, descendió a tal velocidad que aplastó a un niño y lo arrastró a las profundidades. Solo quedó de él un círculo de sangre que pronto se dispersó entre el oleaje salpicado por las lágrimas de sus familiares.

A los lloros y los gritos se unieron los agarrones y chapoteos desesperados. Muchos parecían no saber nadar. En la segunda zodiac la situación se había vuelto incontrolable a medida que los voluntarios se convertían en impotentes espectadores de una descarnada pugna por embarcar.

—¡¿A qué esperas, Joseph?! —dijo Lisa— ¡Acércanos más!

Él desenfundó su navaja.

—Lisa, empuña en alto ese remo de emergencia.

—¿Qué?

—¡Hazlo! —Era la primera vez que le gritaba.

Lisa se quedó muy quieta y con la boca entreabierta por el asombro. Joseph confrontó su mirada como nunca lo había hecho a lo largo de los meses que llevaba compartiendo voluntariado con la joven. Él vio el miedo en sus ojos, pero este pronto se transformó en la seguridad de saberse en buenas manos, y la joven le hizo caso.

Al grito de «solo niños» alternado en tres idiomas, Joseph y Lisa bordearon la zona del naufragio a distancia prudencial de sus compañeros de la segunda lancha, amenazando con el remo o cortando el aire con la navaja ante cualquier indicio de un adulto queriéndoles abordar. «Es lo correcto», iba repitiendo Joseph como un mantra cada varios segundos a su desconsolada compañera.

Llevaban la zodiac a la mitad de su capacidad máxima cuando el desgarrador alarido de un hombre luchando por mantenerse a flote sonó muy por encima de la cacofonía de quejidos y gemidos, atrayendo su atención hacia el mar revuelto.

El grito paró tras un gorgoteo, y Joseph intentó buscar a su autor en vano con la mirada mientras sus pulsaciones aumentaban. Cuando aquel hombre volvió a salir a la superficie, ya no era más que un mutilado torso sanguinolento. Esa visión, y la de múltiples aletas de tiburón que empezaron a emerger en los alrededores serpenteando entre la gente, desataron el pánico en la ya agitada superficie marina.

Joseph fue el primero que puso rumbo de retorno, seguido por sus compañeros que de alguna manera lograron tomar el mando de su embarcación y huir de la zona del naufragio a medida que esta se iba tiñendo de rojo. Al ex militar le bastó solo un vistazo para observar cómo las aguas revueltas se mezclaban con las vísceras y extremidades mutiladas, evocándole los peores episodios vividos en su etapa en la fuerza naval.

Algo no iba bien. Se le caló el motor cuando apenas habían recorrido unos metros. «¿Por qué estoy tan nervioso?», pensó, jadeando cada vez más rápido, sintiendo que perdía el control a medida que la segunda zodiac les adelantaba incluso más sobrecargada que la primera con la que se toparon. Iba muy lenta y arrastrando a algunos de los supervivientes que no tenían espacio para subir, agarrándose a duras penas a sus laterales dejando una estela de sangre entre la espuma.

—Joseph… ¡Joseph! —dijo Lisa, titubeando—. Cuidado, ¡vas a romperlo!

—No suelen acercarse por aquí. —Por fuera, el inexpresivo rostro del ex militar contrastaba con su descontrolado esfuerzo físico tirando cada vez más fuerte y más rápido del tirador de arranque—. No suele haber tiburones. No deberían llegar aquí.

—¡Joseph, cálmate por favor! —La joven voluntaria le miró suplicante a medida que, temblando, intentaba agrupar a los sollozantes niños a bordo para que se sujetaran los unos a los otros.

Joseph notó el regusto de la bilis al reprimir sus ganas de vomitar. Intentó abstraerse de esa sensación de amenaza que tantas veces le acompañó en sus misiones en el Cuerno de África y que ahora se le multiplicaba, al contar con un barco peor y una extremidad de menos. Varios de los escualos pasaron a escasos metros de su lancha siguiendo el rastro de sangre de los supervivientes agarrados a la segunda zodiac.

Su mente evocó uno de los peores momentos de su vida, cuando los piratas somalíes capturaron a los suyos en una desastrosa misión de reconocimiento.

Aquel día, él y su equipo fueron atados de pies y manos y puestos en fila en el borde de la cubierta. Si seguía vivo, era porque decidieron empezar por el lado opuesto. Primero fue John; un corte con el cuchillo y un empujón al mar. Vio con sus propios ojos cómo un tiburón le arrancaba la cabeza. Luego fue Ralph, Louis, Mitchell. Vivió la brutal muerte de todos ellos asumiéndola como un preludio de su propio destino. Los refuerzos llegaron justo a tiempo para evitar que los piratas llegaran a él, pero en algún rincón de su mente, tantos años después, Joseph seguía atado a aquella barandilla esperando su turno para ser lanzado y devorado.

Tal como se había temido, los heridos aferrados a la segunda zodiac fueron atacados antes de que pudieran subir a bordo. La embarcación de sus compañeros acabó volcando y todos sus tripulantes quedaron a merced del festín de los escualos. El ex militar, paralizado, se dejó apartar por Lisa, que tomó su sitio para intentar hacer arrancar el motor.

«No, no puede ser, he de salir de aquí», repitió Joseph en su cabeza, mirando a su alrededor como buscando una vía de escape en la inmensidad del mar, pero lo que vio fue a uno de los tiburones acercándose a su zodiac procedente del ya silencioso epicentro del naufragio.

La situación desbordó su mente como un volcán rompiendo la roca y entrando en erupción. Sus sentidos inundados por la adrenalina, se giró hacia el apelotonado grupo de niños asustados que se abrazaban entre ellos mirando al suelo, cogió a uno que estaba solo y lo degolló con la navaja, lanzándolo al mar tan lejos como pudo antes de empezar a remar con torpes movimientos de su única mano. El tiburón se cebó con la pequeña presa mientras Lisa lograba hacer arrancar el motor de la zodiac, cuyo petardeo enmascaró las agudas y desgarradas súplicas del niño en los momentos previos a su muerte. Cuando la voluntaria reparó en lo que el ex militar había hecho, él ya había descartado el remo y se había acercado a los controles de la embarcación. Varios truenos resonaron a lo lejos y el cielo se nubló mientras se alejaban.

Pasaron las siguientes horas sin mediar palabra mientras sobrellevaban la tormenta, siguiendo las precisas instrucciones de un Joseph que pareció haberse convertido en un autómata. Gracias a su experiencia de navegación, la intensa lluvia y el caótico oleaje no pudieron volcar la embarcación ni tirar al mar a ninguno de los catorce tripulantes.

La tormenta mitigó y las aguas se calmaron cuando ya no quedaba ni una sola gota de combustible. Tendrían que pasar lo que les quedaba de la noche a bordo antes de poder ser remolcados hasta el puerto por la mañana.

Lisa, traumatizada por los hechos, intentó en vano hablar de ello con un Joseph que se limitaba a mirar al negro horizonte en silencio, sumando dolor a una situación que iba más allá de lo que ambos hubieran imaginado. En su monólogo, observada por los asustados ojos de los niños que no entendían nada de lo que decía ni de lo que había pasado, la joven voluntaria admitió que se debatía entre la confesión de los hechos al llegar a tierra y su suicidio. El ex militar no reaccionó en ningún momento, dejando a su compañera a merced de su propio desasosiego. Finalmente Lisa se durmió hecha un ovillo y tras haber quedado sumida en un llanto incontrolable.

Cuando algo de claridad volvió al fin a la mente de Joseph, se sintió tan aterrorizado por lo que había hecho como por la perspectiva de que la gente lo supiera. Había logrado guardar durante años el recuerdo de su cautividad en Somalia en lo más profundo de su mente, pero no podría hacer lo mismo con esto. No si Lisa optaba por la confesión.

Allí, solo en la inmensidad marina y siendo la única persona despierta en millas a la redonda, se planteó durante horas la mejor manera de quitarse la vida. Pero ninguna de ellas le dejaba abandonar este mundo en paz sabiendo la imagen que iba a dejar tras él.

Contempló a Lisa por largos minutos, vigilando cada movimiento de su sueño intranquilo. El sol estaba a punto de salir. Decidió amordazarla. La ató de pies y manos mientras ella, confusa, se revolvía e intentaba gritar. Los niños seguían durmiendo. Temblando y con las pupilas dilatadas, Joseph la hizo hundirse en las profundidades enganchada al lastre de su equipo de buceo.

Hoy, Joseph es un héroe público. Oficialmente, el único superviviente de la flotilla de rescate gracias a su valor y también a Lisa, que «se sacrificó valientemente para salvarle», según declaró a la prensa en un patético intento de redención.

Pero la culpa nunca le dejará vivir en paz.

Es por ello que se hace a la mar y busca las coordenadas donde sumergió a Lisa. Perforará su zodiac con la navaja y esperará, encadenado al motor de pies y manos, poder darle su inmerecida medalla al valor a la que sería su legítima propietaria.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.