Es uno de ellos, sin duda. Se acerca a la Plaza Mayor a paso firme así que me levanto del banco y me camuflo entre el gentío. Mierda, pensé que los había extraviado a todos…
Inhalo y retengo el aire. Con mi ayuno, esa maldita necesidad ha vuelto a mí y puede ser mi condena.
Me ajusto bien mis gafas, gorro y braga y camino casi cruzándome con él, varias filas de gente entre nosotros. No se ha dado cuenta de quién soy, pero yo sí he distinguido sus ojos salvajes.
Atravieso las calles en círculos, desesperado. El fervor de Madrid en la tarde-noche del black friday me ayuda a escapar pero también mina mis posibilidades de reencontrarme con los míos.
No tengo móvil, y no puedo gritar, ni siquiera exhalar, sin que esa bestia me encuentre primero. Miro a los rostros anónimos que se me cruzan, furtivos, sumergidos en sus propias realidades. Reprimo mi sed mientras me empiezo a quedar sin oxígeno.
Entro a una tienda de ropa, exhalo, inhalo rápida y profundamente. Abandono mi gorro y chaqueta en los probadores, no tengo mucho tiempo. Al salir me llama la atención ver una pareja de payasos que entran a una gran fiesta infantil en un local de la calle de enfrente. «Se ven tan frágiles», pienso, observando correr a los chiquillos, mientras me recuerdo a mí mismo que la sangre sería un arma de doble filo: su olor es demasiado intenso.
Prosigo con mi paseo. He cambiado mi aspecto, pero la gente se fija extrañada en mis brazos desnudos de piel blanca, seca y cuarteada. Mierda, dejar la chaqueta no valió la pena.
El estupor me invade cuando le veo viniendo de frente, a lo lejos. Mi primer impulso es cambiar de acera, pero lo descarto al fijarme en la fachada de cristal espejado del edificio del otro lado de la calle. No puedo quedarme parado, ¡estoy llamando la atención! Entro en la tienda más cercana. Es una tienda de disfraces. Observo a mi acechador pasar por delante del escaparate, a medida que abro una bolsa de globos y exhalo en uno de ellos. Sin quitármelo de la boca, inhalo por la nariz, exhalo, inhalo, exhalo, notando cómo la energía vuelve a mí a cada repetición. Ya hinchado, lo ato y retengo el aire.
El dependiente me mira perplejo, parece a punto de decir algo cuando le dejo un billete de cien euros en el mostrador. Me llevo la bolsa conmigo al probador junto con un disfraz y otros accesorios. Allí, llego a rellenar otros cuatro globos mientras me caracterizo de payaso. No puedo confiarme, es improbable que haya logrado evitar que se escape ni una pizca de mi hálito, y su olfato no tardará en detectarlo.
Cuando salgo y camino un poco, lo confirmo. Él está merodeando por los alrededores, está lejos pero casi puedo ver alargarse su nariz canina. Le llamo la atención; es normal, voy de payaso y llevo cinco globos de colores en medio de la Gran Vía. Entro al local de la fiesta de cumpleaños y me mezclo con los pequeños invitados y los de la empresa de animación.
Uno de los payasos congrega a un grupo de niños mientras hace malabares. Desvía los ojos al verme, frunciendo el ceño, mientras me pongo a hinchar globos con naturalidad junto a su compañero. Este se excusa ante los asistentes con una sonrisa bobalicona y deja lo que está haciendo para apartarme a un lado y hablar. Yo no solo me dejo, sino que me aparto todavía más lejos junto a él sin quitar mi mirada del malabarista.
«¿Tú de dónde vienes? No pareces de la empresa», me dice, pero no le presto atención. Me centro en mirar cómo se desinfla uno de mis globos, que he dejado cerca del único payaso visible que hay ahora mismo en la fiesta.
«¿Me estás escuchando?», sigue, elevando el tono, mientras mi atención se desvía hacia la puerta. Mi acechador. Se le eriza el abundante vello de su cuerpo y abre su mandíbula trituradora a medida que se enfoca hacia aquel al que confunde conmigo. Sonrío. Su víctima, no tanto. Las bolas de colores se le caen al suelo a medida que los niños gritan y corren abriéndole el camino a la bestia. Se abalanza hacia el payaso a cuatro patas, le aplasta contra el suelo y le desgarra el pecho de un mordisco, pero se para a los pocos segundos dándose cuenta de su error.
Su compañero deja de prestarme atención y mira la escena, horrorizado. Aprovecho para inmovilizarle, taparle la boca y sorberle la sangre del cuello hasta que deja de resistirse. Lo dejo caer discretamente al suelo mientras siento nutrirse todo mi organismo. ¡Tenía tanta sed!
Desligo mis otros globos, que salen volando por la estancia; salgo afuera, y contemplo al hombre lobo buscar en todas direcciones, resoplando de furia. El aroma de la sangre de su víctima atraerá a su jauría, pero también a mi horda. Y yo, el príncipe de los vampiros, podré salvarme hoy para golpear con más fuerza el día de mañana.
Esta vez, nosotros venceremos.