Silencio


—Antes que nada, muchas gracias, señora Antonia, por permitirme realizarle esta entrevista acerca del asesinato de la chica del segundo piso y la detención de sus vecinos de la planta baja. Debe ser duro para usted, siendo que usted vive en el primero.

—Descuide, joven. Acomódese en el sofá, le llevo un té.

—Gracias por su hospitalidad. Espero no le incomoden nuestras preguntas.

—Esta vieja ya casi no se entera de nada, aunque algo le he de decir: esa pareja de la planta baja nunca me pareció trigo limpio. La pobre chiquilla de arriba estaba claro que iba a acabar mal, relacionándose con ellos.

—Empecemos por el principio. ¿Qué clase de relación tenía usted con Roberta?

—Oh, lo poco que la conocí, era un amor de chiquilla. Me cuesta un poco subir la compra hasta mi casa, ¿sabe usted? Cuando coincidía con Roberta, ella siempre me ayudaba.

—Su muerte debe haber sido un duro golpe.

—Ay, ni te imaginas, hijo —se enjuagó el ojo derecho con un pañuelo—. Se la notaba que era buena chiquilla, estudiosa, con todo el futuro por delante.

—Por lo visto a veces celebraba fiestas de estudiantes en el piso. ¿Qué sabe usted de eso?

—Primera noticia, hijo. Verá, tengo ya una edad y mi oído no es lo que era.

—Según declaraciones de la pareja de la planta baja, la propia Roberta se inició al mismo tiempo que ellos en ese… mundo esotérico. ¿Cuál es su opinión?

—Mire usted, como ya le dije, esos dos no son trigo limpio. La jovencilla perdió a sus padres hace poco y estaba pachucha, y Mila y Manuel se aprovecharían. —Se inclinó hacia adelante—. Yo creo que se endrogaban, ¿sabe usted? —susurró—. Con esas plantas que tenían en el deslunado.

—Efectivamente, encontraron marihuana y otras drogas en su piso, según parece traficaban por internet. Pero ¿no cree usted que lo otro es muy diferente? Estamos hablando de rituales de espiritismo…

—Ay, señor. —Se santiguó—. Quién lo iba a pensar, que tendría yo todo eso debajo de mis pies. Qué mal cuerpo se me queda, hijo.

—Al parecer, realizaban ritos con música y sacrificios animales, que se alargaban hasta altas horas de la noche. ¿Usted nunca escuchó nada?

—Qué voy yo a escuchar, hijo, si ya le dije que estoy más sorda que una tapia. Lo que sí que le puedo decir es que algunas noches me asomaba a ver qué hacían, y les veía ahí sentados con la pobre Roberta, dándole cosas raras, seguro que nada bueno. Mire, hacían lo que querían con la pobre chiquilla… ¡ándese usted a saber!

—¿Nunca sospechó de los chivos, los perros, gallinas negras y otros animales que encerraban en el deslunado, y luego desaparecían?

—Qué quiere que le diga, hijo. En mi pueblo donde me crié de mozuela esas cosas eran lo normal, ¿sabe usted? Yo no vi nada raro.

—Volvamos a Roberta. ¿Le habló a usted alguna vez de que quisiera contactar con sus padres por medios… poco convencionales?

—Ay, hijo, nunca me lo hubiera pensado. ¿Qué me iba a decir a mí, la pobre? Si hubiera sabido algo, como que me llamo Antonia que le hubiera parado los pies. Qué desgracia acabar así… muerta en la casa de esos locos, a saber lo que le hicieron… —Se santiguó de nuevo.

—Bueno, ya no la molesto más, señora. Muchas gracias por su atención hablándonos de este caso tan delicado. Espero que esté bien, habida cuenta que se ha quedado sin vecinos.

—Oh, descuide hijo, además vuelvo a tener compañía. Resulta que ayer se vino al piso de arriba Diana, la hermana de Roberta. No la conozco mucho, pero seguro que es tan buena chica como su pobre consanguínea, que en paz descanse.

—Me alegro por usted, señora Antonia. —Cerró su libreta y sonrió—. Que pase usted un buen día.
Cuando se quedó sola, Antonia marchó a su biblioteca, eligió un libro y se acomodó en el sillón. Poco después de encender la luz de lectura, su concentración se vio perturbada por el estridente sonido de un debate televisivo que venía de arriba. Miró al techo, con el rostro desencajado de rabia, y se levantó. Se puso los guantes, abrió el cajón de un escritorio y eligió, de entre varios montones, un único panfleto de medio folio.Salió de casa y subió ágil las escaleras que la separaban del segundo piso. Coló la hoja por debajo de la puerta.

Horas después, frente a su ordenador de sobremesa, conectada a la red TOR y navegando por la deep web, consultó su cuenta de correo anónima de Mail2Tor. Sonrió al ver su bandeja de entrada.

Añadió el nombre de Diana, debajo del de Mila, Manuel y Roberta, en un bloc de notas. Lo cerró y empezó a responder al e-mail:

«Así que deseas contactar con tus seres queridos, y además ayudar a otros a hacerlo ganando dinero en el proceso. Tranquila. Yo, el chamán Zola, te ayudaré a conseguirlo a través de un sistema de varios pasos y con solo tres reglas. Regla primera: No hablarás con nadie, jamás, acerca de mí ni del origen de los recursos que te facilite o los métodos que te enseñe…»

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