El aparecido

Mi plácido sueño se resquebrajó por un alarido que me taladraba las sienes desde dentro. Abrí los ojos, aparté los cartones y lo vi allí, a mi lado, justo sobre el bordillo. Ese cuerpo pálido, apenas un esqueleto cubierto de piel podrida, agazapado bajo la farola parpadeante. Su cabeza torcida en un ángulo imposible, ahora iluminada, ahora en penumbra. Gritando sin abrir la boca y con esa mirada muerta fijada en mí.

Justo cuando creí haberlo superado, el Aparecido volvió. ¿De qué me sirvió tanto tiempo durmiendo al amparo de las multitudes, procurando pasar cada minuto de mi vida acompañado de desconocidos para acallar su presencia?

Me quedé mirándolo sin mover un músculo. De nuevo esa riada de pánico, el agotador golpeteo de mi corazón bombeando sin control. Sentí derrumbarse mi cordura. No, otra vez no… ¡¿por qué?!

Me vino a la cabeza mi gran pecado, el gran error de mi juventud que me hizo empezar a verlo y me acabó costando mi felicidad y mi dignidad como persona. Y es que por atropellar a un borracho errante acabé recibiendo un castigo peor que la más fría y oscura de las prisiones. Primero fui tomado por loco: el Aparecido me perseguía cada vez que me quedaba solo, y veía su rostro superponerse al de cualquiera de mis seres queridos en los que intentaba buscar consuelo. Descubrí que la única forma de apaciguarle era no estar solo… ni acompañado. Y así llevaba ya casi veinte años, convertido en un sucio vagabundo sin más vida que su mundo interior. ¡Hasta hoy! ¿Qué había hecho yo para provocarle?

Haciendo de tripas corazón, aparté la mirada de aquel engendro para echar un vistazo a mi alrededor. Aquella fábrica a las afueras de la ciudad tenía turno de noche los siete días de la semana. No podían transcurrir ni diez minutos sin que algún transportista o carretillero pasara por mi lado, y a veces hasta me echara una moneda. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué no había nadie? ¿Por qué estaban apagadas las luces en la nave, si al ir a dormir todo era normal?

Me levanté y corrí como nunca. Atravesé todo el polígono industrial, ahora desierto, apenas iluminado por farolas salteadas entre las largas calles custodiadas por naves de aspecto fantasmal. Como me temía… ¡todo cerrado! La fábrica en la que me alojé era la más grande e importante del polígono y, que yo supiera, la única que hacía noches.

Di la vuelta cuando llegué al final de las naves y me topé con la barrera del campo de árboles de naranjos. Ni siquiera sabía dónde estaba, y lo último que quería era perderme con esa cosa entre la oscuridad. Corrí hasta el límite de mis fuerzas hasta que me tropecé y estampé mi rostro contra el suelo. Sentí romperse mi nariz y empecé a notar el sabor de la sangre, que empezó a empapar mi cara y mi ropa, pero seguí, ¡todo menos tener encima al Aparecido! Avancé renqueante, gritando auxilio con todas mis fuerzas, intentando cubrir sin éxito ese sonido terrible que me taladraba los oídos de la mente.

Alcancé el borde opuesto del polígono, y de nuevo me topé con el campo de naranjos que lo circundaba… era el fin, ya no me quedaba esperanza ni energías… pero allí había algo diferente. Vi motos aparcadas, ¡más personas…! ¡Necesitaba llegar a ellas para que el Aparecido me dejara en paz! Escuché un leve rumor a música por encima de su grito y me adentré entre los árboles para seguirlo. Lo intenté… lo intenté con todas mis fuerzas, pero noté que daba vueltas en círculo. El grito en mi cabeza se oyó cada vez más fuerte hasta que dejé de poder escuchar cualquier otra cosa.

Ya no podía más… acabé refugiándome en un pequeño quemador agrícola de cemento a descansar. Cerrar los ojos un momento, respirar hondo, intentar olvidarme de su presencia a mis espaldas y de ese grito de locura.

Solo quiero que pare… solo quiero que se vaya… no puedo más.

— — —


Aquella nochevieja era la primera vez que Susana no tenía hora de vuelta a casa. A sus dieciséis años, ese hito compensaba con creces el no poder pagarse la entrada a una discoteca, pues ella y sus amigos tenían su propio plan: una fiesta rave en las afueras del polígono industrial de su pueblo, aprovechando un pequeño claro en el extenso huerto de naranjos. Fue idea de su hermano, un trabajador de la fábrica cercana que tuvo la suerte de librar porque le tocaba el turno de noche.

También fue su primer beso. Se lo dio Raúl, un amigo de su hermano seis años mayor que ella, a escondidas entre los árboles unos metros más allá del claro.

La lengua de Raúl bajó por su cuello y la mirada borrosa de la chica escrutó los resquicios de la luz de los focos de colores que se colaba entre las hojas. Bajó algo más y sintió como si alguien hubiera atenuado el volumen atronador del psytrance que sus amigos bailaban unos metros más allá. No le estaba gustando. Intentó apartar a Raúl sin éxito.

Le empujó, balbuceando una disculpa confusa, y retrocedió unos pasos volviendo a meterse la teta en el sujetador con dificultad. No fue capaz de distinguir la expresión del chico, que se quedó inmóvil entre las sombras, pero cuando este empezó a caminar hacia ella, decidió que tenía que volver. Lo hizo a pasos torpes y apresurados, guiándose por los focos y los altavoces.

Cuando llegó al cobijo de sus amigas intentó contarles lo vivido, pero no le prestaron atención. Sus rostros y movimientos evidenciaban que iban peor que ella. Las pocas que no estaban con otros chicos, su hermano entre ellos, se encontraban vomitando o sentadas en un rincón con la mirada perdida. Cruzó la mirada con Raúl de refilón y le vio comentar algo con otro amigo, riéndose.

Susana desvió la vista hacia su hermano, dudando si contarle la historia, pero ¿qué iba a decir él? Raúl era su amigo, y seguro que encontraba la forma de darle la vuelta y hacerla quedar a ella como la arruinadora de su fiesta.

Una gélida inseguridad la invadió. Le entraron ganas de mear, y descartada la compañía de sus amigas, decidió que tenía que hacerlo lo más lejos posible de su potencial acosador. Se escabulló cuando Raúl no miraba y avanzó entre los árboles, intentando recordar dónde habían aparcado los ciclomotores.

Cuando aliviara su vejiga, ya decidiría si volver a la fiesta o intentar conducir a casa, pensó. Miraba a su espalda de cuando en cuando, tanteándose la pequeña navaja suiza que guardaba en el bolsillo trasero del pantalón.

Vio un quemador, y pensó que le venía de perlas. Lo rodeó buscando la apertura y entonces se topó con él. Dio un grito al pensar que era un cadáver. Pero cuando abrió de repente sus ojos inyectados en sangre y los fijó en ella, un terror mayor le empezó a recorrer el espinazo al tiempo que la orina se deslizaba por sus piernas.

—Tú… ¿lo has visto? —Su voz era como un graznido—. ¡Dime que también lo ves!—¿Qué?

El vagabundo se abalanzó hacia ella, lloriqueante, mientras la chica se sacaba la navaja.

—¡Detente! —Balbuceó Susana, apuntándole con el filo.

El viejo avanzó hacia ella a pasos rápidos y atropellados, sin prestar atención al arma. Susana, gritando de miedo, la clavó en su yugular sin tener tiempo de pensar. Su víctima se desplomó y empezó a agonizar, gorgoteando sangre con las manos en el cuello.

Ella retrocedió hasta tropezar con un tronco y caer hacia atrás. Se volvió en el suelo y siguió huyendo a gatas de la escena, cada vez más mareada. Vomitó profusamente sintiendo como si un alarido la taladrara desde dentro. Hizo un esfuerzo por levantarse, y cuando al fin lo logró, miró hacia adelante.

Fue la primera vez que vio al Aparecido.

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