El Ultrademonio

El Invasor acababa de sobrevivir a un atentado contra su vida en su propio castillo recién conquistado. Usando su cuchillo escondido bajo la almohada, rajó a tiempo los cuellos de los dos intrusos que se habían atrevido a intentar matarlo mientras dormía, y capturó a una tercera que esperaba con una cruz en una mano y una botella de agua bendita en la otra.

Aquella no era una presa normal, eso era seguro. Logró inmovilizarla antes de que se sacara un puñal del cinto, y llamó a sus guardias para ayudarle a llevársela.

Decidió hacerla encadenar de pies y manos en la cima de aquel torreón calcinado donde el hollín todavía taponaba las narices y el negro de las paredes reflejaba el destino de todos los que se opusieran a su ejército. Acompañado de cinco guardias, se sintió divertido ante el aparente aplomo la chica misteriosa.

—¿No me vas a decir quién os envió? —Le acarició el rostro con el dorso de su mano—. Ya solo quedas tú.

La sonrisa del hombre creció al contemplar cómo ella le sostenía la mirada sin responder, mientras le iba manchando su blanca tez con los restos de la sangre de sus amigos. Su mano pasó a aferrar el cuello de su negro mono de camuflaje y tiró de él con violencia, repetidamente, hasta desgarrarlo por completo, revelando el musculoso cuerpo desnudo de la guerrera. El Invasor convirtió su sonrisa en carcajada mientras escuchaba tragar saliva a algunos de sus súbditos.

—Muy pronto les conocerás —dijo ella al fin, escupiendo sus palabras—. Cuando vengan aquí a ensartar tu cabeza en una estaca. ¡Te crees mucho! Te resguardas en tu ejército de desarrapados y te tapas con esos ropajes brillantes que pesan más que tú. Solo eres un hombrecillo que se cree superior, ignorante de Dios y del castigo que acabará cayendo sobre todos vosotros.

Víctima de un ataque de risa nerviosa, el Invasor se tomó su tiempo antes de responder.

—¡Resulta que sí que sabes hablar! ¿No tienes nada mejor que decirme? —Se acercó hasta encararla a pocos centímetros, poniéndose de puntillas para igualar su cabeza a la suya—. ¿Quizás algo sobre ese tatuaje en tu pecho?

La guerrera le mantenía la mirada, esforzándose por reprimir su agitada respiración. Perladas gotas de sudor manchaban su rostro impasible y determinado; algunas bajaban rápidas por su tensado escote hasta morir en la punta de sus pequeños pezones, otras seguían abajo a través de su torso liso y fibroso. Todas ellas cruzaban el dibujo de una dorada estrella de seis puntas plasmada sobre la piel.

—Así que una sacerdotisa vestal, ¿eh? ¡Quién lo iba a decir! Viniste aquí para exorcizar mi cuerpo, ¡y en cambio yo acabaré usando el tuyo! Gracias a ti aceleraré mi conquista del mundo.

—¡No te atrevas a acercarte a mí, piltrafa humana! —titubeó la cautiva, entre la rabia y el miedo. El Invasor rio con desdén.

—No te hagas ilusiones, no me refiero a ese uso. Nunca poseería a un engendro deforme como tú —dijo, torciendo el rostro—. Pero lo dejaré para mis súbditos.

El Invasor hizo un gesto y sus cinco esbirros se abalanzaron hacia la chica como lobos hambrientos por una presa.

—¡Tú no! —dijo a uno de ellos, cogiéndole del brazo, que le miró sin poder ocultar su amargura—. Tú vienes conmigo.

Mientras cruzaba la puerta acompañado del guardia, dijo a los demás:

—¡Hagáis lo que hagáis, dejadla viva!

Bajó las escaleras con una mueca de furia al tiempo que empezaba a escuchar los primeros gritos quebrados de la sacerdotisa guerrera. A mitad del recorrido, su expresión se volvió animada.

—Óyeme bien, ¿quieres? —dijo, dirigiéndose a su esbirro—. Moviliza a todos mis hombres. Recorred todas las bibliotecas de la Capital Sagrada en busca de información sobre el Ritual de los siete pecados capitales. Traedme también todas las putas y chefs de la ciudad. Me espera un placentero camino de preparación.

~


Los rápidos pasos de un soldado resonaron en el vestíbulo del castillo hasta llegar al comedor principal.

—Señor, ¡es el enemigo! ¡Nos atacan desde todos los flancos!

El Invasor presidía una gran mesa rectangular llena de suculentos platos a medio acabar, solo pero bajo la atenta mirada de varios sirvientes a sus espaldas. Siguió masticando un filete, impasible, sin dirigir siquiera la mirada al mensajero.

—¡Tiene razón, señor! —Un segundo soldado apareció por detrás del primero, jadeando—. ¡Son los ejércitos de los tres reinos que nos faltan! ¡Se han unido contra nosotros!

—¡Hay que hacer algo, señor!

—Ya te he oído —dijo el Invasor, con la boca llena—. Nada que no me esperara. Déjame comer.

—¡Pero tenemos que movilizar nuestros ejércitos! —repitió el primer soldado—. ¡Tenemos que pararles o perderemos todo lo conquistado!

El Invasor le dirigió una mirada iracunda. Sin apartar sus ojos, introdujo la mano por debajo del mantel de la mesa y tiró fuerte hacia atrás y a un lado. La prostituta chilló de dolor al verse arrastrada por el pelo. Cuando el tirano la soltó, se desplazó trémula al lado de los inmóviles sirvientes.

—¡Tú, que osas contradecirme! ¡Vas a tomar el sitio de la ramera! Usa esa boca para algo útil. ¡Y tú, el otro!

—Sí, señor —tartamudeó, mientras miraba de reojo a su compañero, que no pudo reprimir el sollozo, caminar temblorosamente hacia el Invasor.

—Que empiecen los preparativos para el Ritual.

~


La Santísima Cruzada, tal como se bautizó al ejército unificado de los tres reinos, avanzó implacable en la recuperación de las devotas ciudades que habían sido tomadas por el impío Invasor. La mañana era luminosa y se interpretó como un presagio del triunfal regreso del orden de Dios sobre todos los pueblos del mundo. Sus huestes pasaron sobre el caótico ejército profano como una apisonadora hasta llegar a rodear la plaza central de la Capital Sagrada.

Allí, sobre un elevado escenario con el símbolo del pentáculo, el Invasor esperaba engalanado con una túnica roja y serpenteantes filas de velas negras distribuidas en círculo a su alrededor. Sostenía un tridente de oro con el que apuntaba al desmembrado cuerpo de la sacerdotisa guerrera, ahora raquítico, que se erguía atada a un poste sobre los muñones de sus piernas.

—¡Suéltala, bestia inhumana! —espetó el primer comandante, compungido—. ¡No tienes escapatoria, no queda ni uno solo de tus hombres!

—¡Entrega a nuestra vestal si quieres que Dios se apiade de ti!

—¡Ríndete, blasfemo! ¡Nuestros arqueros te están apuntando!

El Invasor expandía su sonrisa cada vez más a medida que escuchaba los alterados gritos de los soldados, hasta conformar una mueca antinatural causante de escalofríos.

«Matadme», creyó leer el primer comandante en los labios de la guerrera descuartizada, que agitaba patéticamente los muñones de sus antebrazos. Apretó los dientes en una expresión de angustia, negando lentamente con la cabeza.

De repente la luz del Sol fue cubierta por nubes negras. Coincidiendo con el primer trueno, y mientras los guardias, confusos, desviaban su atención al cielo, el Invasor hundió el tridente en el corazón de la cautiva.

Centenares de flechas atravesaron su cuerpo, que se desplomó sobre un charco de sangre a la vez que una densa lluvia empezaba a caer y el fuego de las velas se avivaba en grandes llamaradas.

Los soldados de la Santísima Cruzada se santiguaron, impactados, ante el insólito círculo de fuego que, incólume al aguacero, se retorció sobre sí mismo hasta crear una columna giratoria que rodeó el cuerpo del Invasor como protegiéndolo en el ojo de un huracán llameante.

El fuego osciló como bombeando, expandiéndose y contrayéndose, y ante las atónitas miradas el cadáver se alzó de nuevo. A través de los fugaces resquicios que dejaban las llamas giratorias pudieron ver alzarse, crecer y expandirse el cuerpo, surgir una cola larga y puntiaguda, desarrollarse unos inmensos cuernos sobre una titánica cabeza de anchísima mandíbula, curvados colmillos y brillantes ojos escarlata.

El primer comandante, su boca abierta entre el pánico y la sorpresa, percibió el sabor de la sangre en una de las gotas de lluvia que le caía sobre los labios. Perdió el paso de su pierna mientras retrocedía y tuvo que sostenerse por sus hombres para no caer mientras se orinaba encima, recordando los textos de las antiguas profecías sobre el fin del mundo.

Cuando la columna se apagó, el rojo chubasco creció en intensidad dejando apenas contemplar la brutal criatura de diez metros sostenida sobre inmensas patas de pezuñas imposibles. El ultrademonio rugió evocando las más profundas pozas del infierno.

¡MI ERA HA LLEGADO!

Su grito retumbó en las ensangrentadas calles de la Capital Sagrada, reventando los tímpanos de los soldados aterrorizados que huían en todas direcciones.

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