EL GOLPE

—Pasan ya diez minutos y estos capullos no han venido. —Claude se miró el reloj y escrutó de nuevo a la calle mayor a través de la cristalera de la cafetería, tras recolocarse las gafas.

—Relájate, colega. Mira, vamos pidiendo ya. Y ya se apañarán los demás. —Rick hizo un gesto al camarero, que le vio a través de cinco filas de mesas—. Para mí, tocado de whisky. Para este será un café bombón. ¿Verdad, mariquita? —Se apartó el flequillo y le guiñó un ojo a Claude, sentado frente a él.

—No te metas con mis gustos, Rick. —Le dirigió una mirada asesina, y luego alzó la vista y asintió al camarero con una sonrisa forzada.

—Tus gustos me sudan la polla, colega. Lo que tendrías que hacer es quitarte el palo del culo, y fluir.

—¿Fluir? —Rió—. ¿De dónde sacas eso? ¿Estás fumado? Estamos aquí por trabajo.

—Ese es el puto problema que tienes, Claude, siempre paranoico, siempre queriendo controlarlo todo. Fluye, colega, fluye.

—Aquí están Tim y Paul. —Miró hacia la entrada, seis filas de mesas delante de él. Rick se giró.

Dos hombres entraban en la cafetería. Uno, más mayor, empujaba la silla de ruedas del otro. Escrutó la amplia y concurrida estancia, sus ojos paseándose desde las mesas pegadas a la pared hasta las que estaban junto a la cristalera, pasando por la gran isleta central donde estaba la barra. Su hermano impedido fue el que le señaló dónde estaban sus amigos. Llegaron y saludaron.

—¿Al lado del cristal, en serio? —dijo Paul mientras acercaba la silla de su hermano Tim a la mesa, al lado de Claude.

—Desde aquí se controla todo —dijo Claude.

—Pero también estamos más expuestos, chaval. —Paul, ya sentado junto a Rick y con los codos sobre la mesa, se mesó el bigote.

Claude asintió a Paul encogiéndose de hombros, como dándole parcialmente la razón. Miró su rostro arrugado, preguntándose hasta cuándo seguiría en el negocio. Era una de las mejores mentes en diseñar estrategias para sus golpes, pero su edad empezaba a ser un problema en lo que concernía a entrar en acción. Aunque, viendo la torpeza de su hermano pequeño Timothy, el «pupas» oficial del grupo, pudo entender que no se pudiera jubilar tranquilo.

—No seáis muermos, colegas, y relajaos. —Rick se acomodó en su amplio asiento, apoyando sus codos en el respaldo, y la culata de una pistola le asomó por las solapas de su chaqueta.

—¡Cuidado, tío!

Claude le pateó el tobillo de Rick por debajo de la mesa, haciéndole encogerse justo antes de que llegara el camarero a dejar el café bombón y el tocado de whisky.

—¡¿Cuál es tu puto problema?! —Espetó él, ofendido.

—Dos de café solo, por favor —dijo Paul con una sonrisa, y espero a que se fuera el camarero—. No, Rick, cuál es TU puto problema. Dijimos que nada de armas. Estamos en una cafetería, hostia.

—No sé quién es más capullo, si Rick o el que tuvo la brillante idea de quedar aquí para planificar nuestro próximo golpe —dijo Claude—. Estás muy callado, Tim, ¿para eso nos traes aquí? ¿Qué tal van esas piernas?

—Bien —pronunció el hombrecillo. Sudaba y estaba pálido—. Voy recuperando la movilidad.

—¿Qué problema tienes con que lleve pistola? —Espetó Rick a Paul.

—¿Has mirado demasiado Pulp Fiction o qué, chaval? Estamos aquí para hablar de nuestro próximo atraco, no para cometerlo.

—Pues mira, no estaría mal para soltarnos un poco, un golpe rápido y fácil. Si no fuerais tan estirados, claro. A todo esto, ¿qué coño te pasa, Tim? Tú antes molabas, al menos más que el soso de tu hermano.

—¿Y dónde está el famoso experto en bombas que ibas a traer? —Añadió Claude. Desvió la vista e hizo un gesto de stop con la mano antes de que Tim empezara a hablar. El camarero dejó los cafés solos y se fue—. A estas horas ya deberíamos estar comentando el plan con él.

Timothy titubeó, inseguro de empezar a hablar. Miró en derredor, como buscando algo. Se produjo un breve y tenso silencio, que Claude aprovechó para mirar algo en su móvil.

—Su… supongo que no tardará mucho. Di… disculpadme, he de ir al baño. —Tim retrocedió para alejarse de la mesa, pero Paul le detuvo hizo ademán de levantarse a ayudarle. Tim le pidió que no se moviera. Su hermano insistió—. ¡Que no, joder! Ahora vuelvo…

Claude y Paul quedaron en silencio, viendo cómo Tim desplazaba su silla de ruedas en dirección opuesta a la salida.

—¿Cómo coño se hace uno experto en bombas? ¿No lo habéis pensado? —Comentó Rick, encendiéndose un cigarrillo.

—Silencio —pidió Claude, sin dejar de mirar de reojo al baño. Dos hombres de una mesa cercana a la puerta entraron a la vez, después de Tim. Claude sacó su teléfono secundario a la mesa y lo puso en modo altavoz.

—¿Qué coño…? —dijo Paul.

—Le colé mi otro teléfono debajo de la silla de ruedas. Callaos.

—No puedo… no puedo hacerlo… —Sonó Tim a través del aparato.

—Cálmate, ¿me oyes? —Intervino una voz desconocida—. Solo has de decirles que tu amigo se va a retrasar. Que sigan hablando ellos del atraco hasta que llegue.

—Pero… se darán cuenta…

—No tienen ni idea, Tim. Tú eras su único enlace con él. Mantén la calma. Solo haz que hablen.

—Pero… pero tienen un arma… no puedo…

—Tómate esto para los nervios. Has de dejar de sudar o estropearás el micrófono.
Los tres hombres se miraron, muy serios. Rick resoplaba como un toro a punto de cargar.

—Ese no puede ser Tim —dijo Paul—. No puede… no mi hermano…

—Sabía que algo no cuadraba. —Claude siguió mirando de reojo. Los dos hombres volvieron a su asiento y un segundo después salió Tim, que se acercó de vuelta.

—¡Puto traidor hijo de puta! —Rick le apuntó con su pistola y apretó el gatillo.

—¡No! ¡Tim!

Paul desenfundó una navaja a su vez y acuchilló a Rick, casi al mismo tiempo que los dos policías cerca del baño y otros tres al lado de la entrada abatían a ambos. Los cristales se rompieron y la sangre cayó sobre las tazas aún llenas y humeantes.

Claude, que se había lanzado al suelo, se arrastró hasta la mesa cercana y emergió al lado de una pareja que no dejaba de gritar. Saltó la rota cristalera hacia la calle y corrió como nunca en su vida hasta cruzar la esquina. Cogió un autobús mezclándose entre la gente y disimuló hasta ver a los policías avanzar en otra dirección a través de su ventana. Se recolocó las gafas, tenso pero con una sensación de euforia. «Soy invencible», pensó, hasta que se acordó de su teléfono móvil.

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