El taxista


Pasaban las ocho y media de la noche y Julián era consciente de que tenía que ir cerrando la comisaría. No le importaba apurar sus informes hasta ser el último en salir, pero le sabía mal por el conserje. Escuchó el sonido de la puerta de entrada al diáfano espacio de despachos, ahora en penumbra, siendo su mesa la única iluminada. ¿Una visita a estas horas? El policía se tensó: debía de ser una urgencia.

Reconoció inmediatamente a Luis, el taxista del pueblo, y no le pareció muy agitado en un principio, así que su alarma se convirtió en curiosidad. Desde su llegada el año pasado el hombre solía pasarse mucho a denunciar clientes que no le pagaban o desperfectos en las carreteras, aun sabiendo perfectamente que no era la ventanilla correcta, pero al policía nunca le importó tomar nota y derivar donde correspondía. Luis era un tipo entrañable y considerado y Julián uno de esos polis que disfrutaban haciendo su trabajo, así que no dudó ni un momento en ofrecerle su atención.

Sin embargo, ya en su forma de desplazarse hasta el asiento frente su mesa, Julián notó que algo no cuadraba. El taxista estaba como ido, con la mirada perdida, y se limitó a aceptar el ofrecimiento sin mediar palabra. Muy lejos de su habitual locuacidad amistosa.

Ya en los prolegómenos del informe, apenas balbuceó la respuesta a las preguntas iniciales, como con esfuerzo. Y lo que le contó poco después no hizo más que empeorar el efecto, pensó el policía mientras empezaba a tomarle declaración. Sus respuestas eran breves e inconexas y él tena que dirigirle la conversación.

—Luis, no es la primera vez que un cliente te dice que te esperes pero luego ya no vuelve, sé que tú eres la víctima, pero tienes que ir con más cuidado. Te tengo dicho que si te vuelve a ocurrir no bajes a buscar al moroso; llámanos directamente, le hacemos pagarte y le metemos una multa.

—No… no lo hice para que me pague.

—¿Cómo que no, Luis? ¿Y por qué fuiste tras esa chica?

Nunca lo admitiría, pero la turbación de Julián por el estado del ciudadano se estaba convirtiendo poco a poco en hastío. Se miró el reloj, pensando si hizo bien en aceptar atenderle. Al fin y al cabo, el bueno de Luis fue capaz de robarle media hora en el pasado solo para denunciar el estado de unos baches en una carretera medio perdida que no transitaba casi nadie. Al menos, aquella vez fue elocuente en su testimonio; ahora, se empezaba a preguntar si iba drogado.

—Me… me preocupaba.

El policía frunció el ceño.

—Dices que la recogiste a las afueras del pueblo. ¿Dónde, exactamente? Dime en qué dirección, háblame de ella.

—Es… no, no había dirección. Estaba al borde de la carretera…

—¿Qué carretera, Luis? —No pudo evitar elevar el tono—. Por favor, explícate. ¿Cómo te topaste con la clienta?

—La carretera que lleva a la montaña. Ya… ya estaba oscuro, la vi de casualidad.

Julián asintió complacido. Le supo mal haberle hablado así, pero era como si su interlocutor hubiera despertado.

—¿Cómo era? ¿Te sonaba haberla visto? Dime dónde te pidió ir, por favor.

—Era una joven normal… con vaqueros y una blusa roja, pero creo que nunca la había visto. Le pregunté si quería que la llevara a algún sitio, y me dijo que sí, no pero no me supo decir la dirección. Solo que fuéramos montaña arriba.

—Allí hay algunos chalés, pero la mayoría están deshabitados. ¿En cuál de todos te pidió parar?

—No… no lo sé. No… ningún chalé. —El taxista miró a su alrededor, como confundido—. Era… era en medio de la carretera, ella insistió. Había estado muy callada todo el viaje, pero… pero entonces se puso muy nerviosa y pidió parar. Bajó y se fue.

—Por lo que yo sé, allí todo es bosque. ¿Puede ser que se encontrara indispuesta, que fuera a vomitar o hacer sus necesidades?

—Eso… eso es lo que pensé. Me quedé esperando, pero no venía. Por eso me bajé del coche y fui a buscarla con la linterna. Allí.

El taxista detuvo abruptamente su narración y se quedó mirando a un punto fijo. Julián tragó saliva.

—¿Luis?—Oh, oh, perdona. Por… ¿por dónde iba?—Bajaste del taxi y fuiste a buscar a tu clienta.

—Ah, sí… La busqué y la llamé pero no respondió.

—Y volviste al coche sin ella.

—Eso es. Volví a mi taxi y…

—¿Luis, te encuentras bien?

El taxista cerró con fuerza los ojos y se apretó las sienes con las manos, gimoteando.

—¿Luis? —Julián se levantó, alarmado, y casi tumbó la lámpara de mesa que era su única fuente de luz en la estancia.

—No, no, estoy bien —afirmó, aún con la cara deformada en un rictus de angustia—. Sigo.

Julián se sentó lentamente, sin perderle de vista. Nunca le vio así, pensó, taquicárdico.

—¿Volviste al taxi y… viniste aquí, a denunciar su desaparición?

—No… ella estaba allí… arranqué y la vi allí, en el asiento trasero… me dijo que tuviera cuidado con la curva, pero me asusté mucho… aceleré y…

—¿Y qué ocurrió, Luis? Vamos, tienes que decírmelo.

El taxista volvió a actuar como un niño asustado. Julián se levantó y fue hacia la cercana puerta que llevaba al comedor de la comisaría.

—Espera, voy a traerte un vaso de agua —le dijo.

Mientras le rellenaba el vaso, su mente viajaba a toda velocidad. Tenía que preguntar a Luis a qué hora recogió a la chica exactamente. Si cuando lo hizo ya estaba oscuro, ¿cómo le dio tiempo a subir y bajar de la montaña, si solo llegar de allí a la comisaria ya tomaba cuarenta minutos? Cuando llegó a la comisaría, hacía apenas una hora que había anochecido. Y sobre todo: ¿por qué había acudido allí en realidad?

Tardó apenas treinta segundos en volver, pero su interrogado ya no estaba. Encendió todas las luces mientras lo llamaba, pasando la mirada por todos los despachos.

Salió al recibidor. El conserje, con la cabeza apoyada en el brazo, le miro con cara de pocos amigos.

—Disculpa, Bernardo, ¿ha salido ya Luis?

—¿De qué Luis me hablas? Aquí no hay nadie más que tú, Julián, que ya te vale.

El policía se marchó a casa, dejando los informes para la mañana siguiente. Llamó a sus compañeros de la patrulla del turno de noche y les instó a buscar a Luis Salcedo, pero no hubo ni rastro de él por todo el pueblo. Se mantuvo despierto durante horas, incapaz de dormir, hasta que él mismo se levantó de la cama y se unió a la búsqueda con su coche particular cuando aún faltaba tiempo para el alba.

Decidió seguir los mismos pasos que su interrogado le había descrito, y se adentró en la negrura de las solitarias carreteras de montaña. Sintió una opresiva presión en el pecho tan pronto como empezó a recorrer la senda de caminos zigzagueantes que ascendían, mirando a uno y otro lado del arcén en busca de la supuesta chica desaparecida. En un momento dado, tuvo que pegar un frenazo y sus ruedas chirriaron por el degradado asfalto hasta llevar sus ruedas al borde del precipicio.

Julián bajó del coche sintiendo que el corazón se le salía por la boca, y contempló el vacío que se abría en el extremo de aquella curva mortal. Allá abajo, apenas iluminado por los focos de su coche, distinguió el amarillo de un taxi volcado entre los árboles.

Llamó a sus compañeros para anunciarles el hallazgo, compungido, mientras se juraba a sí mismo que nadie más cruzaría aquella carretera hasta que se arreglara su pavimento. Recorrería todas las vías, legales o no, para que esto fuera así, en honor a la última voluntad del taxista que confió en él incluso más allá de la muerte.

Cavilando acerca de todo ello, mientras esperaba la llegada de la patrulla envuelto en la oscuridad, juraría haber visto la mirada de una chica observándole en silencio desde el follaje. La reconoció como Tamara García, la joven que, un año atrás, perdió la vida en aquella misma carretera.

Quiso pensar (suplicó que así fuera) que en sus ojos vacíos se reflejaba la paz por saber que pronto se pondría fin a la causa de su final. Y esos ojos que no pondría reflejar en ningún informe le acompañarían siempre, al igual que el recuerdo del último testimonio de Luis, recordándole el peso de su responsabilidad como hombre justo.

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