Sociofobia espacial

Dos años. Dos jodidos años en el espacio profundo y no logro acostumbrarme a esto. Dos años ya sin ver el cielo marrón, sin poder ponerme el respiradero y perderme por las carreteras durante horas, visitando cualquier pueblo, cualquier lugar, cualquier persona. Ahora ya nada de eso existe. Dos años, joder. Esa misma mañana le di vueltas durante horas, mirando fijamente la Gran Nube de Magallanes desde mi dormitorio.

No es que sea bueno recordando fechas, pero fue precisamente un veinticinco de diciembre cuando este trozo de metal levantó el vuelo y lanzó a la negrura a los pocos humanos que quedábamos en la Tierra. Solo unos pocos afortunados hijos de puta pudimos saltar del barco antes de que se hundiera, y el mío fue de los pocos botes salvavidas que zarparon, en busca de algún paraíso planetario solo existente en las teorías. Recuerdo que en su momento pensé en lo irónico que resultaba que mi nave despegara justo en el aniversario del dios cristiano, ese que iba a salvar a la humanidad, pero según parece no le salió demasiado bien.

Me arrepiento de no haberme hundido con el barco. Yo era feliz, joder. Cada vez estoy más convencido de que yo era jodidamente feliz y no me daba ni cuenta. Hubiera podido irme a lo grande, montando una macrofiesta en el gran Mad Max apocalítico en que se convirtió mi querida tierra. Todo escaseaba pero estaba en paz y era libre, no tenía que estar aguantando a gilipollas todos los días.

Estaba yo sumido en estos pensamientos cuando irrumpió Santiago, mi compañero de mantenimiento, gritándome algo de que se había roto una de las juntas de la tubería del canal exterior de evacuación y teníamos que salir a cambiarla. “Deja de estar ahí empanado y ven a colaborar”, me dijo, el muy cabrón, como si yo hubiera tenido algo mejor que hacer hasta ese momento.

Me fui con él sin decir una palabra. ¿Qué remedio? El tipo era ingeniero aeroespacial y me trataba como a una especie de esbirro, como si el hecho de tener un titulito sacado hace la tira de años le diera autoridad para decirme a mí, un fontanero, cómo arreglar una tubería de mierda. Nunca mejor dicho. Yo, por mi parte, me limitaba a callar y decir que sí, aunque en mi mente le estuviera presionando los ojos con los pulgares hasta hacerle llorar sangre.

No hizo falta hablar mucho más, por suerte. Nuestra Arca de Noé de pacotilla empezaba ya a chochear y a acusar los daños por polvo estelar cada vez que pegaba un acelerón. A cada dos por tres teníamos que estar poniéndonos los trajes espaciales, atándonos el arnés a la línea de vida que rodeaba toda la nave, y saliendo de excursión para reparar cualquier movida. Podía ser desde una antena de telecomunicaciones hasta una ventana agrietada, o, como fue en ese caso, el mismísimo surtidor por el que evacuábamos la mierda de las más de cien personas que abarrotamos esta patera espacial.

Era irónico, pero esto último era de lo que más se rompía y de lo que más familiarizados estábamos en reparar; es por eso que no intercambiamos ni una palabra mientras cargábamos cada uno con nuestra mochila de herramientas y nos dirigíamos a la compuerta presurizada. Casi me sentí agradecido por su silencio, si es que se puede sentir agradecimiento hacia el mismo cretino cuya presencia te toca aguantar todos los días sin tener otra opción.

Ya en el espacio exterior, recorrimos el camino que nos separaba de la tubería sujetos por nuestro arnés al riel de grafeno, poco a poco y comprobando cada centímetro del recorrido, no fuera que hubiera alguna parte rota y saliéramos despedidos al vacío sin remedio. Primero iba yo, como de costumbre, no fuera que el muy cabrón tuviera que exponerse al peligro. Me lo imaginé por un momento como un minero adentrándose en terreno desconocido. Yo era su canario enjaulado, pero salía de la jaula y le sacaba los ojos a picotazos. “Mueve el culo, no tenemos todo el día”, me dijo él, cuando me ensimismé demasiado en mis fantasías. Si hubiera sabido lo que pasaba por mi mente, el muy hijo de puta… pero en fin, callé y continué.

Seguimos adelante hasta llegar a la altura del canal de evacuación. Sólo tuvimos que pulsar un botón en nuestro arnés para alargar la cuerda que nos mantenía unidos a la línea de vida, y nos desplazamos lentamente caminando por el casco hasta situarnos cerca de la junta dañada. Ocurrió lo que tantas otras veces; la cabeza de la tubería se abolló y la salida de mierda quedó atascada. Santiago sacó una palanca neumática y me gritó de nuevo. “Espabila y ayúdame, joder”. Yo todavía rebuscaba en mi bolsa, pero aquel tonito en que me lo dijo me sacó de quicio.

De nuevo mi mente divagaba. Dos putos años ya. De recorrerme cientos de kilómetros de carretera, más solo que la una pero tranquilito, a estar compartiendo espacio con más de cien gilipollas, de los cuales mi compañero forzoso era el mayor y más grande de todos, el gilipollas integral, el rey de los gilipollas.

Cuando me di cuenta, mi bolsa se estaba alejando lentamente hacia el infinito como lo haría una botella en el mar, y yo estaba sujetando unas tenazas. Santiago, cansado de esperarme, se puso a intentar forzar él solo la apertura de la tubería abollada con la palanca, de espaldas a mí. En un momento dado se giró y me vio sujetando las tenazas. “¿Qué cojones estás haciendo, inútil?”, me espetó. “¿Cómo cojones piensas ayudar con eso? ¡Saca otra puta palanca y ayúdame a empujar, me cago en la ostia!”.

Yo no le ayudé. Me quedé mirándole, con mis tenazas en la mano. Estaba esforzándose mucho en forzar esa abertura con sus propios medios. Me divirtió la idea de que él sabía perfectamente que solo no podría, pero el muy imbécil estaba seguro de que yo iba a agachar la cabeza como siempre, obedecer y unirme a él.

Para mi sorpresa, llegó un punto en que la tubería abollada se rompió por la presión de la palanca y de repente salió toda la mierda que debía estar acumulándose durante semanas, cayendo propulsada sobre Santiago como si fuera una de esas cajas sorpresa de las que salen payasos con acordeones.

Soltó sus manos de la superficie para intentar limpiarse el visor del casco. No sé por qué, pero mi mente no vaciló ni un segundo en hacerme cortar con las tenazas el cable de su arnés que lo conectaba a la línea de vida y que en esos momentos era lo único que lo mantenía unido a la nave.

Lo que siguió después resultó ser una fiesta para mis ojos. Movido por el pánico, Santiago no dejó de balbucear y mover sus extremidades como un muñeco roto a medida que se alejaba lenta, muy lentamente, golpeado por los truños y las gotitas condensadas de pis de toda la tripulación, así como la sangre, el vómito y el papel emponzoñado. Hasta juraría haber visto un condón usado.

Volví a mi dormitorio con una sensación de euforia. Han pasado ya muchas horas, pero todavía sigo aquí, intentando asimilar lo que ha pasado a medida que lo pongo por escrito. Es como si no fuera real. Siento como un vértigo y parece como que me va a estallar la cabeza.

Ahora hace ya unos minutos que los demás no dejan de llamar a mi puerta y gritar mi nombre. Estoy harto de que griten mi nombre, ¿es que no les ha quedado claro que paso?

¿Por qué no me dejan en paz?

Acabo de darme cuenta de que traje las tenazas conmigo. Es una suerte, pues si esos hijos de puta abren la puerta los pienso destripar uno a uno hasta quedarme tranquilo. Nunca digo nada, pero voy a coger aliento y les voy gritar yo a ellos. Dejadme en paz, desgraciados. Dejadme solo y en paz con mis cosas. Se van a cagar. Serán hijos de puta. Juro por dios que les voy a hacer ahogarse en su propia sangre.

DEJADME EN PAZ DE UNA PUTA VEZ

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