¿No todos los hombres…?

—¿Por qué tenemos que hacerlo? —dijo el soldado Rogers, titubeando.

—¿El qué? —El comandante Jackson se giró con la cabeza recién cortada del vietnamita en su mano, sostenida por una larga cabellera negra.

—Eso.—¿Esto? —levantó la cabeza y la mostró a Rogers con una sonrisa.

—Sí… no lo entiendo, señor Jackson.

—No estás aquí para entender, Rogers. Estás aquí para obedecer mis órdenes.

—Señor… —Tragó saliva y respiró hondo, como queriendo hacer acopio de valor—. Llevamos dos días solos en esta jungla y no hay ni rastro de los nuestros. No entiendo por qué seguimos, acechando a civiles y…

—¿Y cortándoles la cabeza, dices? —La sonrisa de Jackson se acrecentó al tiempo que fruncía las cejas.

—Eso es, señor. No entiendo por qué hacemos esto. —Rogers miró a su comandante a los ojos por primera vez—. Y no quiero seguir haciéndolo.

—Que no quieres seguir, dices…

—No. No voy a seguir con esto. Ya no me importa si es usted mi superior o no —dijo, mirando de nuevo al suelo y acelerando sus palabras—. Sólo sé que llevamos dos días malviviendo en la jungla, robando y asaltando a estos aldeanos, ¡matándolos! Y esto no es lo que yo quería cuando me hice soldado.

—¿Vas a traicionar a tu patria por no matar a unas ratas, soldado? Harás lo que yo te diga.

—¡Que te jodan! —gritó Rogers. Desenfundó su pistola y apuntó a Jackson al pecho, que le miró con sorpresa. La mano le temblaba.

—¿Sabes que voy a dar parte de esto, verdad? —dijo Jackson. La gotita de sudor que le recorría la sien contrastaba con su sonrisa de autosuficiencia.

—No lo hará —dijo Rogers, y pulsó el gatillo.

Jackson cayó de espaldas. En su último hálito de vida, desenfundó y devolvió el disparo antes de ser rematado por una segunda bala en la sien.

Rogers se tocó el costado y vio su mano empapada en sangre. Las fuerzas se le escaparon y perdió el equilibrio. La carencia de agua y alimento se sumó al dolor, y quedó tendido en el suelo con la cabeza a un lado, de cara a la espesura de la jungla. Lo último que vio antes de desfallecer fue el rostro de ojos rasgados de una mujer saliendo de detrás de un árbol, como un ángel a punto de llevarle al cielo.

Abrió los ojos, sobresaltado. La humedad de la hierba en la nuca y el olor a manglares y bambú le revelaron que estaba vivo y que seguía allí, en la selva monzónica. Quiso levantarse y no pudo. Estaba oscuro y sentía su frente arder. Se quiso volver a tocar la herida, pero un vendaje se lo impidió. Levantó la cabeza. Vio a aquella chica de espaldas a su lado, frente a una hoguera. Cuando reparó en él, se acercó con un “shhh”, le recostó de nuevo y le puso una compresa húmeda en la cabeza. Cerró los ojos, reconfortado, y soñó con ella.

Cuando los abrió de nuevo, allí estaba su salvadora, lista para darle de comer un cuenco de sopa caliente. Era noche cerrada y las llamas danzarinas de la hoguera se proyectaban en su tez color caoba.

Durante todo el día Rogers siguió tendido en aquel claro de la jungla. Ella iba y venía, le alimentaba y mantenía siempre la hoguera encendida. Al llegar la noche, el soldado le pidió que se quedara con mirada suplicante. Ella pareció dudar, pero ante su insistencia, esbozó una media sonrisa y se recostó cerca de él, encarándole.

La chica se durmió con facilidad. Él, desvelado, escrutó su bello rostro fantaseando con poder conversar con ella. ¿De dónde venía? ¿A qué se dedicaba? Ya estaba algo mejor, y decidió acercársele más, arrastrándose poco a poco. Con su cuerpo casi pegado al suyo, se animó a recorrer el contorno de su silueta con los dedos, apenas tapada por un vestido. Siguió más abajo y acarició sus glúteos suaves y firmes.

Ella abrió los ojos, con la cara desencajada. Hizo ademán de gritar, pero Rogers la acalló con un beso. Se quiso zafar de su agarre pero él la apretó más fuerte, pegándola a su cuerpo, apresándola con una mano mientras exploraba su cuerpo por debajo del vestido con la otra. Ella se revolvió y le presionó la herida en el costado hasta que el soldado acabó aflojando, gimiendo de dolor. La chica se levantó y se marchó corriendo sin mirar atrás, sumiéndose en la oscuridad. “¡Detente, por favor!”, suplicó él, que no pudo levantarse. “¡Lo siento, discúlpame!”.

Nadie respondió a sus gritos, que solo sirvieron para despertar a las fieras de la jungla y sacarlas de sus guaridas.

“¡Por favor, vuelve!” insistía él, sollozando, horas después, tirado en aquel claro, con su herida sangrando de nuevo y las brasas de la hoguera convirtiéndose en ceniza. “¡No soy como Jackson! ¡Perdóname, por favor! ¡Yo no soy así!”, repetía, cada vez más desquiciado, bajo la atenta mirada de la fauna selvática.

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