Vuelve el asesino de la motosierra

«(…) Esta sería la cuarta víctima, pues, del mismo asesino en serie que ya descuartizó al alcalde de la ciudad y a otros dos miembros de su equipo de Gobierno. Alberto Guzmán, el que fuera concejal de cultura en las dos últimas legislaturas, muere así a los sesenta años de edad y deja esposa e hijo».


El hombre colgó el recorte del periódico en la pared con una sonrisa enigmática, justo entre otros dos. «¿Quién está detrás de los últimos magnicidios?», «La policía sigue tras la pista del asesino de la motosierra». Lo colocó con cuidado, previniendo la más mínima torcedura, alineándolo con todos los demás.


Aquel pequeño rincón en la pared era el espacio más llamativo en el garaje vacío de paredes grises, iluminado con una linterna LED. Se situaba encima de un amplio banco de trabajo de carpintería. Solo eso y un armario de plástico, situado al fondo, adornaban una estancia aséptica que olía a tierra y combustible y tenía el suelo cubierto por láminas de lona.


Se puso un gorro y una gabardina de cuello alto, como salido de otro tiempo y otro lugar. Apagó la luz y salió.
Horas y kilómetros después, contemplaba la entrada a un festival de música situado sobre la extensión de un antiguo campo de cultivo. Se sacó un arrugado papel del bolsillo y desvió la vista hacia él por un segundo antes de devolverla al letrero luminoso de la taquilla.


Una vez dentro, acudió a la carpa llamada «Remember» y se atrincheró en un extremo de la barra junto al escenario del DJ. Pidió un refresco y permaneció allí, solo. A pesar de su aspecto extraño y discordante solo la camarera parecía fijarse en él, haciendo una mueca de vez en cuando al girarse y verle todavía en el mismo sitio, sin perder detalle de la pista de baile de tierra frente al escenario. Como un elemento más del decorado que acompañaba al atronador sonido de la música retrowave y las epilépticas luces oscilantes de tonos fríos.


Faltaba poco para el cierre. Solo los más acérrimos seguían frecuentando la carpa, en su mayoría lánguidos y patéticos como sonámbulos en una ciénaga. Él seguía allí, inmóvil, e iba ya por su quinta coca cola. Cuando se dio cuenta de que uno de los parroquianos salía de la carpa, dejó su vaso en la barra y marchó tras él.


Siguió sus pasos tambaleantes hasta un lavabo portátil, y le vio entrar sin echar el cerrojo. Sacó un pañuelo húmedo de dentro de una bolsa de plástico en la gabardina al tiempo que miraba a su alrededor. Entró al lavabo y se aferró a él desde atrás, le sujetó la cara y le hizo inhalar. Primero se resistió, pero pronto se le aflojaron los músculos.


Salió del recinto del festival llevándole del hombro, tan aturdido que apenas podía tenerse en pie. Se movió cuidándose de las miradas de los amigos de su víctima. Se ocultó el rostro con el gorro, de manera que para los testigos era fácil asumir que era un padre llevándose a su hijo pasado de rosca a casa. La camarera, sin embargo, le observó desde la entrada de su capa en su momento de pausa y echó mano al teléfono tan pronto como los vio.


Llegado a su coche, hizo inhalar todavía más a su víctima para que perdiera por completo la consciencia, y le llevó en el maletero hasta su garaje.


Llegado allí, lo primero que hizo fue amordazarle y atarle de pies y manos al banco de trabajo, durante lo cual fue recuperando poco a poco la consciencia. Lo arrastró y lo reclinó hasta encararlo a la pared con los recortes de periódico. Lo hizo con parsimonia, ignorando sus gruñidos y forcejeos. Cuando el amordazado se tranquilizó y se fijó en la pared, se le dilataron las pupilas y permaneció en silencio, leyendo con los ojos muy abiertos cada titular.


Mientras tanto, su captor cambió la gabardina por un poncho impermeable. Abrió el armario de plástico y sacó de él una gran motosierra a gasoil. La puso en marcha y el cuerpo de su víctima reaccionó como el resorte de una trampa para ratones. Se revolvió, se agitó, sacudió su cuerpo en espasmódicos movimientos. Intentó gritar, lloró, sus esfínteres se liberaron desencadenando bajo él un torrente de orina y heces.


El secuestrador depositó la motosierra en el suelo y se apresuró a tensar todavía más las sujeciones. Miró por un momento una botella de cloroformo en el armario abierto, pero volvió rápidamente la vista al inmovilizado. «Sufre», le susurró al oído. Sostuvo la motosierra y la presiono contra el brazo izquierdo de su víctima. Un reguero de sangre salpicó a medida que iba ejerciendo presión. Los gritos casi se oían por encima del rugido del motor, aun siendo amortiguados por la mordaza. Cortó con facilidad hasta llegar al hueso, y tuvo que mover ligeramente adelante y atrás para rebanar la extremidad. La sangre fluyó a borbotones. No pudo evitar las arcadas, puso una mueca de asco. Dejó el aparato de nuevo en el suelo y se alejó dando la espalda a la escena. Vomitó con profusión. Levantó la mirada. Alguien llamaba a la puerta.


—¡Policía! ¿Hay alguien ahí? ¡Abra!


Se levantó temblando y volvió a coger la motosierra. Se acercó al brazo derecho y repitió el proceso con rapidez, esta vez apartando la vista. La víctima no dejaba de gritar bajo la mordaza.


La policía golpeó la puerta.


Él empezó con la pierna derecha.


La puerta cayó y los agentes irrumpieron. Le ordenaron detenerse. No lo hizo. Le dispararon en un brazo y fueron a inmovilizarle tan pronto como soltó la máquina.


Dos agentes se quedaron mirándole con aparente sorpresa, presionándole contra el suelo, mientras otros dos intentaban cortar la hemorragia al mutilado.


Ya en comisaría, esposado y sentado en la sala de interrogatorios, los policías le formularon la pregunta que se estuvieron haciendo desde ese momento.


—José Guzmán Pérez. El hijo del fallecido concejal de cultura, ¿no? Dinos, ¿cómo diste con el asesino?—Sí, ese soy yo. Y en nombre de mi padre os digo… ¡Gracias por nada! —Golpeó la mesa con el puño—. Dejémoslo en que hice vuestro trabajo… y ese malnacido ya no volverá a matar.

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