Jim bajó las escaleras del sótano muy despacio, con su atención fijada en un pequeño espectómetro de ondas. Trastabilló tras el último escalón al pisar un alargador de corriente y el aparato se le cayó al suelo. Cuando se agachó a recogerlo reparó en una foto bajo el mueble recibidor, y la cogió. Le limpió el polvo. Era él, con su mujer y sus hijos. Contempló el sótano con los ojos húmedos, como queriendo rememorar una visión anterior.
El búnker, como les gustaba llamarlo, era una estancia diáfana y tan amplia como un piso pequeño que pretendía replicar las comodidades de un hogar a cuatro metros bajo tierra. Jim visualizó a su mujer pintando las paredes de ese verde esperanza, instalando el mueble recibidor, las estanterías y el sofá… la podía ver diseñar la que iba a ser la sala de juegos, con esa forma despreocupada de pintar las líneas en el suelo allí donde situarían un billar. Recordaba como si fuera ayer cómo él mismo fue instalando la red eléctrica atendiendo a las precisas indicaciones de sus hijos sobre dónde situar los enchufes para la televisión y la consola. Hubo momentos emotivos, como aquel en que todos juntos colgaron la gran bandera de los EEUU que presidía la estancia. También momentos duros, como la complicada instalación de un WC o el tremendo trabajo de picar a mano la pared para procurar un digno almacén cerrado para armas, víveres y medicamentos.
Hoy, tres años después de esa época maravillosa, el polvo cubría los muebles, los enchufes seguían en desuso y las líneas continuaban marcadas solitarias en el suelo de la inexistente sala de juegos. El almacén de provisiones estaba lleno, pero sin puerta alguna. Jim intentó sacudirse esos negros pensamientos. La amarga ironía de que una familia de survivalistas, los que iban a heredar el mundo, acabara destrozada por un simple accidente de tráfico del cual él era el único superviviente.
Hacía ya mucho tiempo que no bajaba al búnker, dispuesto como estuvo a dejarse morir sin resistencia en caso del temido invierno nuclear, pero en las últimas semanas se había animado a retomar su proyecto. Intentaba lograr que el sitio no estuviera incomunicado, pudiendo acceder a la red móvil e internet sin depender de cables. Lo intentó mediante un amplificador creado por él y, a juzgar por el espectómetro, lo estaba consiguiendo.
Llegó la prueba de fuego: para comprobar si funcionaba, grabó un breve vídeo de la estancia, entró a su correo con su smartphone y se lo envió a sí mismo. Pero algo extraño sucedió. En su bandeja de entrada aparecieron dos vídeos. Uno de ellos era el que se acababa de mandar pero, ¿y el otro? Jim dio un respingo al observar su propio rostro desencajado en la miniatura. Lo abrió y se vio a sí mismo en la pantalla en medio del bosque, balbuceando algo con respiración agitada. El vídeo era corto y parecía grabado con muy mala calidad, con interferencias e inquietantes distorsiones en la imagen y la voz. La primera vez Jim fue incapaz de entender palabra, pero una vez pasado el shock inicial lo volvió a poner. “No confies en Bob”, repetía. “No le cuentes nada a Bob”.
Jim palideció. Él nunca hubiera dicho eso. Bob era su mejor amigo y el mayor apoyo que estaba teniendo para recuperarse de la muerte de su familia. ¿Qué clase de broma era esa? Mientras le daba vueltas, recibió una llamada perdida del propio Bob; llegaban tarde a su partido de golf. Subió las escaleras tan deprisa como pudo, cogió su bolsa y abrió la puerta, excusándose ante su amigo. “Llevo cinco minutos llamando al timbre, ¿dónde te habías metido?”, dijo, riendo. “Nada, tenía puestos los auriculares”, mintió Jim.
Mientras paseaban hacia el campo de golf, Jim reflexionó sobre una hipotética catástrofe a medida que observaba la plácida vida de sus vecinos de urbanización. Todas las casas, con sus tres pisos, su cercado y su jardín, eran idénticas a excepción de la suya, con su pequeño búnker secreto. Todos parecían tan felices, segando su césped, paseado el perro o haciendo una barbacoa. El sol resplandecía sobre las blancas fachadas y el viento mecía suavemente las ramas de los naranjos que adornaban las calles. Aquel remanso de paz en mitad del bosque, tantas familias viviendo el presente como si los peligros del mañana fueran algo ajeno y oscuro, fuera de todo interés.
Entonces sucedió. El primero fue tan rápido que pensó que era una explosión en una casa, pero luego vino otro, y otro. Los dos amigos soltaron sus bolsas y volvieron sobre sus pasos en una carrera apresurada. Algo estaba cayendo del cielo. Parecían rocas, pero brillaban como luces de colores y tras cada impacto causaban una onda expansiva translúcida que distorsionaba la imagen a su paso. Familias enteras iban o volvían a sus casas, gritaban y se chocaban por las calles. El pánico se apoderó de los habitantes de la urbanización y nadie sabía dónde ir. Jim reconoció esa distorsión producida tras cada impacto; era la misma que en el insólito vídeo de sí mismo.
Se quedó absorto en el porche de su casa, procesando lo imposible. Entonces irrumpió su vecino Bob, con su mujer y su hija. “¡Jim!”, dijo, “ha destrozado nuestra casa, por favor déjanos pasar”. Él accedió. La familia entró y se encogieron en un ovillo en un rincón del salón, temblando y abrazados. Jim los contempló de pie. En su búnker había espacio de sobra para los cuatro. Las miradas de los dos amigos se cruzaron. Y entonces, se lo contó.
Al principio costó hacerle entender que su vecino y amigo de toda la vida había construido un búnker bajo su casa en secreto y sin levantar sospechas. Jim tuvo que guiarles a él, su mujer e hija hacia el recinto para que comprendieran la magnitud del proyecto y hasta qué punto les podría ayudar a salvar la vida. Les empezó a indicar todo lo que su refugio contenía y, cuando iba a hablar del amplificador, su rostro se desencajó y se empezó a rebuscar por los bolsillos. “Decidme que lleváis el movil”, les preguntó a Bob y su mujer, que negaron con la cabeza. “No, no… ¡no! Tanto esfuerzo para nada… Si nos quedáramos bloqueados aquí abajo necesitaríamos pedir ayuda o se nos acabarían las provisiones… esperadme aquí, voy a por el mío”.
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“Lo siento, pero he de mirar por mi familia”, fue lo que le dijo Bob minutos después cuando Jim, ya con su móvil, pretendió volver con sus invitados. Se quedó quieto mirando a su amigo desde la cima de las escaleras. Éste le apuntaba con un revólver, tembloroso. Su mujer y su hija le observaban dos metros más atrás, llorando y abrazadas entre sí. Ella tenía en la mano un smartphone con una funda de Mickey Mouse, quizás de la niña. “Vete, Jim, no lo pongas más difícil”, dijo, con la voz quebrada.
Jim retrocedió sin pronunciar palabra, con el rostro pétreo. Salió de su casa justo a tiempo para evitar una explosión que la acabó derrumbando a sus espaldas. Incapaz de procesar lo que le ocurría, empezó a percibirse como un espectador de su propia experiencia. Y se vio huyendo de la urbanización esquivando por puro azar aquellos proyectiles que iban destruyendo y distorsionado todo a su paso. Y se vio exhausto, tendido sobre sus rodillas en un bosque cercano, sacándose el móvil para enviarse a sí mismo las que serían sus últimas palabras.