Belleza salvaje

La princesa se enganchó la capa con una rama y perdió el equilibrio, cayó de bruces y se rompió la nariz contra una roca. Se reincorporó maldiciendo y volvió a correr entre los árboles del bosque, instigada por el eco de un disparo a sus espaldas. Su melena negra se había soltado y le tapaba la visión, la sangre empezaba a teñir de rojo su tez color nieve y a mancharle en gruesas gotas su pomposo vestido.

Miró atrás. El cazador parecía lejos pero el bosque era inhóspito, lleno de vegetación muerta y afilada. La joven se enganchó varias veces más en su torpe carrera. Furiosa y con su vestido hecho jirones, decidió quitárselo y lo tiró, quedándose en enaguas.

Encontró una cabaña en un claro y entró en ella sin dudarlo. Cerró la puerta y apoyó su espalda contra ella, jadeando. Barrió el interior con la mirada y vio que todo allí era pequeño; en el centro, una mesa bajita con siete sillitas y en ella siete platitos y pares de cubiertos. Al fondo, siete camitas puestas en fila. A los lados, un cuartito de baño con la puerta abierta, una chimenea y una cocina bajita y llena de enseres diminutos. No había nadie.

Respiró hondo. Corrió las cortinas de todas las ventanas y trabó la puerta principal. Miró con atención un cuchillo en la cocina. Parecía jamonero pero tenía el tamaño de una navaja. Decidió enfundarlo y ocultarlo como pudo en sus enaguas. Se sentó frente a la chimenea, que estaba prendida.

Alguien intentó entrar en la cabaña, y al no poder abrir, golpeó la puerta repetidamente. La princesa se levantó sobresaltada y miro alrededor. Al lado de la chimenea había unos troncos junto con una pequeña hacha. La cogió y se colocó empuñándola al lado de la entrada, con el corazón desbocado y aguantando la respiración. La puerta cedió, y alguien irrumpió en la estancia.

La princesa reaccionó como un resorte y hundió el hacha en la cabeza del individuo, que se desplomó. Retrocedió, confundida, cuando vio que no se trataba del cazador, si no de un enano.
Detrás entraron otros seis como él, que rodearon el cuerpo de su amigo y le intentaron atender hasta ver que no respiraba. Levantaron la vista y cruzaron la mirada con la princesa. Ella, despeinada, llena de sangre y con la cara desencajada, gritó ante la visión de los seis enanos armados con picos, mirándola como quien viera a un lobo.

Cuatro de ellos se marcharon, uno quedó quieto en el sitio y el otro se abalanzó sobre ella pico en ristre. La princesa le esquivó tropezándose con una silla, se apoyó en la mesa y la rompió. Cayó al suelo junto a todos los platos y sus cubiertos. El enano desbocado fue de nuevo a por ella, que yacía en el suelo, pero lo detuvo de una patada, haciéndole trastabillar.

Antes de que pudiera reaccionar, ella cogió uno de los cuchillitos, se impulsó hacia él y le rajó la aorta; él soltó el pico y se echó las manos al cuello, gorgoteando sangre. La princesa se lo recogió y lo lanzó hacia el enano que seguía en el umbral. La parte más afilada le atravesó la cuenca del ojo derecho, haciéndole caer sin vida justo sobre el primer cadáver.

El enano agresivo, desangrándose, fue dando tumbos intentando salir de la cabaña pero acabó cayendo sobre los otros dos, creando una macabra pila de cuerpos. La princesa corrió hacia la puerta y una saeta le rozó el pelo justo antes de volver a trabarla.

Sonó otro disparo de escopeta, esta vez muy cerca. La joven miró a través de la rendija de la puerta y vio caer muerto a un enano con una ballesta escondido tras un árbol. Otro, que iba con él, salió de su campo de visión, gritando despavorido. Un nuevo disparo, y su voz se acalló.

La princesa empezó a temblar. Recordó el cuarto de baño y fue a refugiarse allí cuando un nuevo disparo reventó el cerrojo de la puerta de la cabaña. Se acurrucó en la esquina, impotente.
«Blancanieeeeves, ¿dónde estás?», escuchó decir al cazador, en tono cantarín. «Oh… ¿tú solita has hecho esto? Me impresiona que la doncella más bella del reino rivalice con mi sed de sangre. Me excitas, muchacha».

«¡¿Por qué?!», gritó ella, desde su escondite. «¡¿Por qué vienes a por mí?!». «Es lo que hay, muchacha», dijo él, caminando hasta el cuarto de baño. Abrió la puerta de una patada. «El espejito mágico de la reina ha hablado, y ella no quiere rival para su belleza. Te mataré y le llevaré tu corazón».

«¡Espera!», dijo ella. El cazador la encañonaba. Tan feo como imponente, de rostro deforme y expresión psicótica, su estampa terrible se completaba con las cabezas cortadas de dos enanos que colgaban de su cinturón. Blancanieves se armó de valor y caminó lentamente hacia él, mirándole a los ojos.

«No hace falta todo esto», dijo ella, con voz sugerente. «Si te excito, ¿por qué no tomarme aquí y ahora? Me iré contigo. Tienes siete corazones más que puedes llevarle».

Se le acercó paso a paso, bien erguida, consciente de la transparencia de sus pechos a través de su blusa interior. Apartó con un suave gesto el cañón del cazador, que la miraba con deseo. Éste dejó caer la escopeta y tiró de la joven hacia él con brusquedad, aplastándola contra su cuerpo. Mientras le lamía el cuello, ella se tanteó las enaguas. Desenfundó el cuchillo y con un movimiento rápido se lo ensartó en el cuello. Se escabulló de su abrazó y volvió a apuñalarlo una y otra vez hasta que dejó de moverse.
Sonrojada de furia, se levantó y estudió su rostro en el espejo del baño. Miró el cuchillo que tenía en sus manos y dudó. Hizo amago de cortarse la mejilla pero acabó soltando el mango, rompiendo a llorar y haciéndose un ovillo.
Vio algo en el suelo al lado del cuerpo. Era una carta de la reina. En el remitente había una dirección distinta a la del palacio, quizás su segunda residencia. Blancanieves apretó los puños y se guardó el papel.

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