Un hilo invisible

Roses (Gerona), 1996

Ricardo bajó del coche y llenó sus pulmones con el aroma a pino de la calle que le vio crecer. Eran ya cincuenta y siete años de ausencia, más de medio siglo desde que tuvo que huir a Francia con su familia al perder la Guerra Civil y su padre dejó sus posesiones al cargo de su tío. Pero allí seguía ese mismo olor, teñido con el aroma a hierba fresca en un entorno verde y bañado por el mediterráneo.

Se aproximó al cercado que protegía la recia casa con jardín. Miró con el ceño fruncido la morada que ahora, tras la muerte de su primo, estaba a su cargo. Los trámites estaban hechos y tenía las llaves en su mano. La contempló como buscando en ella los detalles que ambientaron su infancia, el corazón latiéndole con fuerza a medida que asía el familiar hierro de la verja. Quería entrar pero no se atrevió; demasiadas emociones juntas para su viejo cuerpo de setenta y cinco años.

Decidió pasear para despejarse antes de emprender el camino de vuelta. Caminó hasta la Plaça de les Botxes, donde pasó tantas horas muertas en su juventud y que tanto le recordaba a Cecilia, su primer amor. Se dejó llevar por la nostalgia recordando su alegre risa, el suave tacto de su pelo rubio, sus labios afrutados. Buscó con la mirada el banco que fue testigo de sus primeros besos y entonces la vio, como un extraño espejismo.

¿Era ella? Leía plácida y solitaria a la sombra de una palmera y levantó la vista tan pronto como él la vio. Ni sus blancos cabellos ni el rostro surcado por las arrugas fueron obstáculo para reconocer su frágil figura, sus ojos verdes y la radiante curva de su sonrisa.
—¡Cecilia! —dijo él, apresurándose a su encuentro.
—¡Ricardo!
Cerró el libro y se levantó del banco para abrazarle.
—Ricardo, eres tú… —Maravillada, pasó una mano por la melena negra que le conquistó en su día y que el tiempo apenas había teñido de gris.
—Cecilia, no me lo puedo creer. Hueles igual que siempre.
—Nunca salgo sin mi perfume de azahar. —Rio.
Primero quedaron cortados, sin saber qué hacer o decir. Ella propuso ir a tomar algo donde solían hacerlo siempre en su adolescencia, antes de que la guerra manchara sus vidas.

«No lo puedo creer, ¡está igual!», dijo él al entrar a la vieja cafetería bohemia y forrada de madera. Se sentaron en un rincón y pidieron. El aroma del café con leche, la acogedora acústica del local y el sabor de la napolitana casera de chocolate acompañaron a ambos en su conversación, media década resumida en apenas unas horas.

Ella le contó que su familia se tuvo que mudar de casa poco después del exilio de él, lo cual impidió que sus cartas le llegaran. Se acabó casando años después y tuvo un hijo, pero hacía años que quedó viuda. Él se centró en hablarle de su exitosa carrera como psicólogo clínico y el sinfín de anécdotas que le deparó su profesión, sin dejar nunca su pícara pose de galán interesante. No dejaron de reír ni un minuto. En cierto punto, ella le cogió la mano sobre la mesa. Se miraron a los ojos, sonriendo. «¿Has visto el paseo marítimo? Está todavía más bonito que antes».

La menguante luz del atardecer bañaba a Ricardo y Cecilia en su lento caminar por la Avenida de Rhode, bordeando la playa. La anciana trastabilló y casi cayó de no ser por Ricardo, que la sujetó por el brazo. «No pasa nada, no te preocupes», dijo ella, sonriendo. Siguieron paseando, esta vez cogiéndose de la mano.

Cecilia distinguió a alguien en la distancia poco después de encenderse la luz de las farolas, y apremió a Ricardo a esconderse tras unos contenedores. De nuevo casi se cae de no ser por él, que la asió con fuerza como en el último paso de un tango, entre risas.
—Mira aquel hombre tan alto —dijo ella, en voz baja y juguetona, desde su escondite—. Es mi hijo.
—¿Tu hijo? ¿Y no me lo presentas? —dijo él riendo.
—Calla, calla, es más pesado… ¡Si por él fuera no saldría de casa! Se empeña en que me podría caer en cualquier momento. Oye… ¡no me mires así!

Cenaron en un restaurante y volvieron sobre sus pasos. A mitad camino, Ricardo llevó a Cecilia en volandas, en parte cansada y en parte mareada por el vino, y llegaron hasta el coche. «Dime dónde vives ahora y te llevo», dijo él. «Arranca, que yo te guío». E iniciaron una ruta por toda la ciudad. En cierto momento pasaron por delante de un gran edificio en las afueras: Residencia Pi i Sunyer, rezaba el título.
—Mira, ahí es donde pretende llevarme mi hijo. ¿Te lo puedes creer? Que si está nueva, que si pilla cerca… Qué pesado, ¿no?
—Di que sí: como en casa, en ningún sitio. Hablando de todo un poco… ¿dónde está la tuya?
La anciana rio pícara y le guio de vuelta al mismo lugar del que partió.
—¿Vives justo aquí al lado de mi casa?
—Sí. Sólo quería pasar más tiempo contigo antes de que vuelvas a París.
Se apartaron la mirada, azorados, sin abandonar la sonrisa que les había acompañado durante todo el día.
—He soñado muchas veces con esto —dijo él, melancólico—. Te envié cientos de cartas antes de rendirme. —La miró con rostro triste—. Siempre he pensado en ti.
—Yo también sueño contigo.
Cecilia se acercó a él e hizo ademán de besarle en los labios, pero él giró la cara, cerrando los ojos en un gesto de dolor.
—No puedo, Cecilia. Estoy casado. Mañana celebro las bodas de oro con mi esposa.

Ella pegó la cabeza a su pecho y se le aferró con fuerza, como queriendo revivir por última vez el tacto de su cuerpo. En el fondo se lo esperaba. Él le dio un beso en la cabeza, aspirando el aroma a azahar de su pelo, y la aferró cariñoso entre sus brazos. Bajaron del coche y se cogieron de las manos, mirándose a los ojos. Se despidieron retirándolas muy lentamente, apurando cada instante de contacto entre sus dedos, de la misma manera en que lo hicieron cincuenta y siete años atrás.

Se dieron la espalda y cada uno volvió a su mundo cotidiano, como si despertaran de uno de sus sueños crepusculares en que, en otro mundo y otra vida, su alma gemela acunaba su corazón solitario.


De vuelta a su casa en París, Ricardo le dio tres besos a la joven Marie y le entregó su pago en mano. La chica recogió su equipaje y se marchó. «Hoy ha amanecido espléndidamente, señor Ricardo. Aún sigue despierta, y acabo de darle la comida». El anciano asintió complacido, se despidió de ella y marchó al salón, llevando con él una elegante bolsa.
—¡Hola, cariño! Ya estoy de vuelta.
—¿Pierre?
—No, cariño. Soy Ricardo, tu marido —respondió con calidez.
Ya estaba acostumbrado a que su mujer le llamara por el nombre de su primer novio, lo cual hacía cada vez con más frecuencia. El Alzheimer avanzaba inmisericorde para la anciana, que reposaba en una silla de ruedas con la mirada perdida. Ricardo se agachó y le dio un beso en la frente.
—Mira lo que te traigo, cariño…
—¡Oh! Son mis favoritos.
—Sí, sí… tus bombones favoritos, y espera a ver qué te llevaré después —dijo, marchándose a la cocina.
—¿Es mi cumpleaños?
—No, Juliette. Son nuestras bodas de oro, hoy hacemos cincuenta años de casados.
—Aaah —dijo ella, como fingiendo comprender.

Ricardo volvió con una pequeña tarta de nata y trufa y una botella de champagne sin alcohol, y se sentó con ella a celebrar la efeméride mientras todavía estaba despierta y despejada. Su idea era hacerlo por la noche a la luz de las velas, quizás arañándole uno de sus raros y preciosos momentos de lucidez, pero no quiso arriesgarse a perder una oportunidad que le era cada vez era más esquiva.

Pocos días después, Juliette se durmió por la mañana y ya nunca más despertó. Sin hijos ni otros familiares cercanos, Ricardo la honró con un funeral sencillo pero emotivo, la hizo incinerar y le procuró una urna de plata.


Pasaba medio año de la toma de posesión de su casa familiar cuando Ricardo, por fin, decidió instalarse allí. Depositó con cuidado la urna de Juliette en la entradilla y salió a la calle. Contempló por momentos la cercana casa de Cecilia, indeciso, como cuando tenía catorce años y se mentalizaba para pedirle salir.

Se animó al fin. Se arregló el pelo y la corbata y llamó al timbre, obteniendo silencio por respuesta. Decidió volver más tarde, al caer la noche, sin éxito de nuevo.

Ricardo lo volvió a intentar la mañana siguiente, cansado y ojeroso, y el resultado fue el mismo. Un joven vecino, curioso por su presencia, se interesó por él y se ofreció a ayudarle. La cara de Ricardo se transformó al escuchar el destino de su amada.

Se plantó en la Residencia Pi i Sunyer apenas media hora después y preguntó por ella. Salió al jardín y la vio allí sentada, leyendo como siempre hacía, esta vez sobre una silla de ruedas. Una vez más, levantó la vista para mirarle tan pronto como él lo hizo, como tirados por un hilo invisible. Se sonrieron, sabiendo que todo tenía sentido solo por el significado de aquel momento de silencio mirándose a los ojos, acariciándose el alma. No hicieron falta las palabras. Supieron que la paz volvía a sus corazones.

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