Recuperar lo perdido

Rodrigo observó el salón. Los cubiertos, los canapés, las copas… la mesa estaba lista. Sólo faltaban los adornos del árbol y demás guirnaldas navideñas. Miró su reloj. Fue a la cocina y abrió una rendija del horno para comprobar el pavo «Martinal», receta de su madre. Sonrió al aspirar su aroma cítrico y meloso; lo estaba clavando. Se visualizó sentado en la mesa en la Nochebuena de hacía tres años, la última que pudo disfrutar con sus padres justo antes del fatal accidente que le dejaría huérfano junto a su hermano.

Volvió al comedor y se sentó en el sofá. ¿Dónde estaba Julio? Sacó el móvil y lo llamó. No hubo respuesta. Abrió su Whatsapp y grabó un audio.

—Julio, ¿adónde has ido a comprar adornos? No pierdas más el tiempo, ya hace media hora que te espero.

Una pausa prolongada. Pulsó grabar de nuevo.

—¿Dónde coño estás? ¡El abuelo está de camino!

Sonó el timbre. Rodrigo se levantó, se puso mascarilla y fue a abrir. Era su abuelo. Lo saludó con una sonrisa y un breve abrazo.

—Qué exagerado, abuelo, son las nueve y el toque de queda es a las once. ¡Con venir a y media era suficiente!
—Exagerado tú que casi ni me tocas, con la de tiempo que hace que no nos vemos, ¡y eso que me quedo a dormir!

Le ayudó a quitarse la chaqueta y le hizo pasar a sentarse al sofá. Encendió el televisor y fue a la cocina.
—¡Qué buena pinta tiene todo! ¿Y Julio?
—Julio, eh… no tardará.

Rodrigo comprobó de nuevo el pavo y se quedó de pie en la cocina. ¿Hizo bien dejando ir solo a Julio? Pasaban sólo seis meses de su alta del centro psiquiátrico en el que estuvo retenido por más de un año, tras una honda fase depresiva que agravó su trastorno bipolar al sentirse culpable de la muerte de sus padres.

—Rodrigo, ¿no vienes?
—Voy.

Volvió al salón y se sentó a mirar las noticias, intentando no darle más vueltas. Después de todo, llevaba meses conviviendo con su hermano sin problemas y llevaba la medicación al día.

En la pantalla, recordaban las medidas restrictivas contra el COVID19 en Nochebuena utilizando imágenes de archivo de fiestas multitudinarias, destacando que se empezaría a considerar delito penal la organización o asistencia a ellas.
—Todo coronavirus, y más coronavirus. Qué fastidio.
—No es para menos, abuelo. Está la cosa peor que nunca y aún gracias que podemos reunirnos nosotros tres.
—Eso es verdad, tenemos salud, gracias a Dios… Y tu hermano, ¿cómo está?
—Lleva ya medio año haciendo vida normal, con su trastorno controlado. Seguro que pronto encuentra trabajo.
—¿Cuándo viene?
—Ya debería estar aquí.

Rodrigo se pasó la mano por el pelo y desvió la mirada hacia el arbolito desnudo en su salón. Justo tres años atrás pronunció esa misma frase mirando al bellamente engalanado árbol de su casa familiar. Él tenía veinte años, su hermano quince. Sus padres y su abuelo, sentados a la mesa, esperaban a Julio con creciente incomodidad. Habían quedado para adornar la casa en familia pero acabaron haciéndolo sin él, y a mitad cena su padre acabó saliendo a buscarle.

—Tu hermano siempre ha sido tardón, seguro que se ha entretenido por el camino… —El abuelo posó su mano en el hombro de Rodrigo, retornándolo al presente.

Sonó la alarma del horno y se levantó a apagarlo. Miró su reloj: las diez. Volvió con su abuelo. Vio en sus ojos lo mismo que en aquella Nochebuena de pesadilla. Rememoró a Julio tambaleándose como un muñeco, sujetado por su padre enfurecido: «Lo he tenido que traer a rastras de la discoteca, estaba tirado por allí…». La congoja de su madre, tapándose la boca. La sorpresa al ver cómo Julio caía finalmente víctima del coma etílico. La espera interminable de la ambulancia. Las tajantes palabras de los ATS. «Solamente dos acompañantes». Fue la última vez que vio a sus padres con vida.

—Seguro que no tarda —insistió el abuelo.

Los minutos se tiñeron de la misma impotencia que tres años atrás, cuando esperaban noticias tras la marcha de la ambulancia con la mirada perdida alternando entre adornos y luces de colores. La llamada de la esperanza se acabó tornando en la peor noticia de su vida: la ambulancia se había accidentado y habían muerto los dos acompañantes.

—No puedo más.

Corrió hasta la habitación de su hermano y rebuscó entre el desorden. Un pastillero con litio de más y un flyer de su discoteca favorita fueron los únicos indicios que necesitaba. Marchó hacia la salida.
—¿Dónde vas, Rodrigo?
—Tranquilo, abuelo. Ahora vengo. —Miró su reloj: Quince minutos para las once.

Aparcó cerca del descampado de la discoteca y rodeó a pie los alrededores, mirando a uno y otro lado. Nada; cerrada y vacía. Las once. No pudo volver al coche: vio desde la distancia a dos policías recelosos inspeccionando el vehículo solitario.

Corrió hacia su casa temiendo ser detenido, escondiéndose ante cualquier indicio de patrullas. Apretaba los dientes y lloraba. Un coche se le cruzó, paró en seco. Él hizo ademán de retroceder hasta que vio que era el de su abuelo. Se quedó paralizado al ver de copiloto a su hermano Julio, con ojos vivaces sobre su mascarilla. «Sube», le dijo.

Llegaron a casa rápido y sin percances. Con el coche en el garaje, Rodrigo, ya recuperado el aliento, cogió a Julio del brazo al bajar. «¿¡Dónde estabas!?». El joven le acompañó al maletero y lo abrió.
—Fui a la casa del pueblo a por los adornos de papá y mamá…
—Julio, no hacía falta traer todo esto. No has estado siguiendo la medicación, ¿no?
—Perdóname… me vine arriba, se me rompió el coche y la grúa no venía…
—Salí a buscaros y me lo topé, venía a pie cargado con todo eso. —El abuelo rio.

Rodrigo abrazó a su hermano con fuerza.
—Anda, subamos y adornemos la casa juntos. Es todo lo que pido para estas navidades.

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