El joven Hermit era un gran apasionado de la caza, una afición que le venía de su padre pero, sin embargo, no era compartida por ninguna de sus amistades. Como buen cazador, tenía su propio perro (un setter inglés), un rifle (herencia paterna) y también una escopeta de doble cañón de la que estaba especialmente orgulloso. Hermit siempre tenía que ir solo a practicar su afición, y alguna que otra vez acababa perdiendo la noción del tiempo y el espacio. Mas nunca se le presentó esto como un problema de importancia, dado que el joven tenía un agudo sentido de la orientación y solía rondar siempre las mismas regiones, habitualmente al acecho de liebres o aves.
Un buen día de principios de noviembre, el solitario Hermit Steward se topó con un rumor interesante allá en su Hollund natal, una pequeña aldea bastante aislada en Essex, Inglaterra. Se comentaba que más allá de los verdes campos, tras atravesar Flynn (el cuarto pueblo hacia el norte), uno se encontraba bosques de extensión inimaginable, de bellas coníferas y rara fauna, donde eran considerables las oportunidades de dar caza a zorros en aquella época del año.
Para un pequeño burgués de una aldea de finales del siglo diecinueve, no era extraño tomar por ciertas aquel tipo de habladurías, sobre todo si éste tendía a escuchar sólo lo que le interesaba. De esta forma, haciendo oídos sordos a las burlas de sus amigos ante sus vagas ilusiones y desoyendo las advertencias de su propio padre, que aseguraba la imposibilidad de cazar un zorro en solitario y con un setter, Hermit mantuvo firme su voluntad. El tan inglés sentimiento de aventura arraigado en el joven, sumado al relativo acomodamiento de su familia, determinaron la decisión de realizar el incierto viaje y le empujaron a convencer a sus progenitores de su conveniencia. Así pues, un buen día, recibiendo las bendiciones de su madre y de su padre, el joven cargó con su parco equipaje y se subió junto a su perro al primer coche de caballos que iba en dirección al pueblo vecino del norte, estimando llegar a Flynn en día y medio si las condiciones le eran favorables.
Cumpliéndose sus mejores predicciones, Hermit llegó a su objetivo justo a tiempo de alquilar una modesta habitación para pasar allí la noche y así poder recuperar las horas perdidas de sueño. Despertó al mediodía siguiente con energías renovadas y sintiendo un gran alborozo por ir a reconocer la que sería su nueva zona de caza. Así pues, se tomó un buen estofado casero hecho por el dueño de la misma posada, y marchó con su leal perro hacia los bosques que tanto le habían tentado allá en su ya lejana aldea natal.
Una vez adentrado en la floresta tras una larga caminata, la enorme extensión de altos y densos árboles que parecían perderse en un horizonte infinito impresionó al intrépido Hermit Steward, más bien acostumbrado a pequeños recodos silvestres cercanos a su aldea. Ni siquiera la niebla que había empezado a adentrarse entre los largos troncos fue capaz de hacer sonar una alarma en la cabeza del temerario joven, y cuando se dio cuenta de que se había perdido era ya demasiado tarde como para intentar adivinar un camino de vuelta. Incluso su perro parecía inseguro, como influido por aquella densa bruma creciente que empezaba a cubrirlo todo como un halo que fuera a devorar los colores del mundo.
Tras varios rodeos erráticos, el frustrado cazador fue consciente de que, mientras no se despejara aquella blanca neblina, cada paso que diera no haría sino empeorar su situación, así que decidió simplemente sentarse contra el tronco de un árbol junto a su perro. Tras cubrirse con una manta que llevaba consigo, allí esperó y esperó resguardado de las bajas temperaturas otoñales, los ojos fijos en el inescrutable paisaje mientras sus manos sostenían su viejo rifle. En un momento dado, la monotonía y languidez de las vistas acabaron por hacer entrar al joven Hermit en una intranquila duermevela, que no finalizó hasta que sus sentidos aletargados captaron que el panorama empezaba a cambiar.
Cuando volvió plenamente a la vigilia, el joven cazador pasó unos angustiosos segundos tratando de recordar qué hacía allí, hasta que le vino a la memoria todo lo ocurrido. Sudores fríos empezaron a producirse en su cuerpo a medida que Hermit era consciente de cómo había cambiado su situación mientras estaba dormido de forma insensata: ya no había niebla en el paisaje, pero su perro no estaba con él, y además empezaba a anochecer. Estaba perdido, solo.
Llamó a su setter tímidamente, como temiendo despertar ignotas bestias nocturnas que fueran a salir de sus guaridas. Tras un tenso minuto de espera sin respuesta, el silencio seguía siendo total en aquel denso bosque, y el frío y la humedad empezaban a atravesar sin piedad la abrigada ropa de Hermit. Esto le impulsó a perder el miedo y empezar a andar, hacia donde fuera, con la única ambición de poder volver a la calidez de la posada que le esperaba en Flynn y de que su setter inglés volviera con él por su cuenta. “Al fin y al cabo, los perros siempre vuelven con sus amos”, pensó Hermit como intentando autoconvencerse. Además, tenía la suerte de que una preciosa luna llena en el cielo reflejaba su luz blanquecina a través de los árboles en el cada vez más oscuro paisaje, permitiendo al joven tener una cierta iluminación.
No fue larga su caminata, pues en apenas cinco minutos el sorprendido cazador se vio reunido con su perro, que observaba fijamente una especie de caserón erguido entre los árboles del bosque. La edificación era una cabaña de madera de dos pisos con tejado de pizarra a dos aguas, que bien podría estar pensada para albergar a una familia poco numerosa. Bajo la vaga iluminación de la luna se podía ver que tenía un aspecto descuidado, pero el tenue fulgor de una luz a través del cristal de una de las ventanas superiores y el humo que exhalaba la chimenea evidenciaban que estaba habitada. Hermit, feliz por el reencuentro, acarició al can, pero el animal ni siquiera desvió la vista de aquella casa de lóbrego aspecto, como si pretendiera indicar en ella la posición de una gran presa. El joven cazador, atónito, ató a su perro y prácticamente lo arrastró con él hacia la entrada de aquel caserón, para poder ligar la cuerda a la reja de una de las dos ventanas inferiores (ambas tapiadas desde dentro) y así poder pedir cobijo al inquilino. El comportamiento del perro una vez en esa posición pasó a ser aún más perturbador, pues gruñía a las propias paredes de la casa intentando mantenerse lo más alejado posible de ellas. Hermit intentó obviar este detalle y llamó optimista a la puerta con un par de golpes suaves, pero tuvo que pasar un buen rato hasta que alguien respondiera a su petición. Por fin, escuchó al otro lado de la madera el sonido de varios cerrojos y el arrastrar de algo, y posteriormente el rostro de un hombre viejo se mostró tímidamente ante el joven. “Me llamo Hermit Steward”, se presentó. “Soy cazador, pero me perdí en este bosque esperando a que escampara la niebla de esta tarde”. El viejo se limitó a mirar al cazador fijamente durante media docena de incómodos segundos, escrutándole, mientras el setter ladraba enérgicamente hacia el extraño y tensaba la cuerda como intentando marcharse. Finalmente, el anciano habló: “Me llamo Anthony Smith. Anda, pasa y siéntate”.
Con un suspiro de alivio, Hermit entró y se acomodó en una mecedora que había junto a la chimenea encendida, en una estancia que en un principio al muchacho le resultó acogedora. Pese al gozo experimentado al poder disponer de cobijo, una parte de sus sentidos le indicaba que había algo raro en el ambiente, pero el joven Steward estaba demasiado ocupado deleitándose con el calor como para prestar atención a vagas sensaciones. Desde su asiento, pudo observar atónito cómo su anfitrión atrancaba la puerta de la cabaña con esmero, usando multitud de cerrojos de grandes dimensiones e incluso un tablón de madera que reconoció como el causante del sonido arrastrado que escuchó antes. Esto extrañó al joven, que preguntó por ello a Anthony, así como por la existencia de rejas en las ventanas inferiores de la casa. “No es nada, joven. Sólo las manías de un pobre viejo para poder dormir bien”, fue lo único que obtuvo por respuesta. Este detalle empezó a inquietar a Hermit, que reflexionó en silencio acerca de la necesidad de proteger tanto el piso inferior de una casa si arriba, a través de las frágiles ventanas, podría colarse cualquier ladrón con un mínimo de destreza escaladora. Aquel hombre empezaba a antojársele de lo más siniestro.
“Me temo que te has equivocado de bosque, joven”, dijo el viejo de improvisto, tras darse por satisfecho reforzando la puerta de la casa tanto como las ventanas inferiores. “Este no es sitio para cazadores”. Hermit, sorprendido, replicó a su anfitrión. “Vengo de Hollund, señor. Allí me enteré de que por estas regiones se pueden cazar muchos zorros en esta época del año, además de liebres”. “Reitero, muchacho: te has equivocado de lugar. Probablemente te refieras al bosque Epping, que queda muy lejos de aquí. En lo que respecta a estos bosques, nada se podría sacar que valiera la pena”.
Hermit fue de pronto consciente de que la posibilidad que tanto intentó negar en su cabeza resultó confirmarse: el rumor que le trajo allí era falso. O, al menos, distorsionado. Sintiendo el desánimo, el joven empezó a arrepentirse de haber emprendido tan largo viaje y deseó volver de nuevo a su casa, lejos de aquel estrambótico viejo que le causaba una extraña sensación de desasosiego. Antes de que el invitado pudiera decir nada, Anthony le dijo que iba a prepararse la cena, y que podía unirse libremente a él en la mesa. Si bien a Steward no le hacía ninguna gracia compartir mesa con el misterioso desconocido, su estómago sí se lo agradecería, así que asintió. El escueto banquete constaba únicamente de sopa de menudillos, pan medio duro y vino de dudosa calidad, pero tuvo efectos terapéuticos en el frío y hambriento muchacho, que por un momento pensó que estaba dejándose llevar demasiado por las apariencias respecto a su pobre anfitrión.
Así pues, ya habiendo acabado de comer en silencio, Hermit se animó a preguntar a Anthony acerca de su familia, pero un silencio penetrante fue lo único que obtuvo por respuesta. Nervioso, el joven cazador se quedó mirando a su interlocutor mientras éste llevaba los platos sucios a la cocina sin articular una sola palabra. De nuevo, la respuesta vino de improvisto para el muchacho: “Mi mujer murió hace poco. Tengo un hijo más o menos de tu edad, pero ahora no está”, dijo el viejo, con expresión seria, mientras se sentaba de nuevo en su silla y encendía una pipa. Steward, aliviado de nuevo al ver que al fin y al cabo Anthony parecía ser una persona normal, le expresó sus condolencias, y entonces quiso indagar más acerca del hijo ausente. Esto causó un gran cambio en el semblante del viejo, que de nuevo se le antojó a Hermit siniestro, y sobrevino otro corto periodo de tenso silencio. Esta vez su interlocutor acabó por ignorar la pregunta, y con un súbito movimiento desechó su pipa y se levantó del sitio, explicándole a su invitado que iba a prepararle su cama para esta noche sin que éste hubiera dicho nada al respecto de quedarse.
Pero sin duda, lo que acabó por perturbar al joven cazador y sumirlo en el miedo y la desconfianza, fue la forma en que el hombre le pidió (aunque más bien fue una orden) que no se moviera de su sitio mientras él estaba en el piso de arriba.
Ese fue el momento en que el invitado desechó toda buena fe, y realmente creyó que había algo malévolo en su anfitrión y en aquella casa perdida en medio de los bosques. Una vez solo e introspectivo, el joven Hermit alcanzó a identificar la naturaleza de la vaga sensación negativa que tuvo nada más entrar en la cabaña: algo olía mal. Su nariz humana apenas lo captaba, pero sin duda ese extraño y sutil olor era lo que había alterado en tan gran medida el comportamiento de su perro antes de que él entrara en la casa. El joven cazador decidió, envalentonado por sus dos armas de fuego, desobedecer al viejo y encontrar el origen de aquel olor misterioso, lo cual le llevó a abrir una puerta en el primer piso, al lado de las escaleras.
No cabía duda: el tufo allí era más intenso y desagradable, pero a primera vista aquel sitio era un simple cuartillo para guardar trastos, sin ninguna anormalidad. Extrañado, Hermit retrocedió hasta la entrada de la casa para coger un candelabro y poder iluminar así la nueva estancia, gracias a lo cual pudo encontrar una trampilla en el suelo. El intrépido cazador tiró de ella con esfuerzo y finalmente logró que cediera, abriéndose con brusquedad. Un efluvio brutal de gases propios de la descomposición orgánica asaltaron las fosas nasales del joven, que sintió náuseas. Con su rifle en una mano y el candelabro en la otra, un cada vez más nervioso Hermit resolvió adentrarse en aquel sótano para ver con sus propios ojos cuáles eran sus secretos. Y cuando llegó hasta el fondo e iluminó lo que allí había con la luz de las velas, acabó por vomitar la cena en el mugriento suelo de la estancia.
Allí, apilados y formando un grotesco montículo, habían varios trozos mutilados de animales sin despellejar, en pleno proceso de descomposición. Pero no solamente eso: Steward distinguió claramente una mano humana entre tal acumulación de restos mortales. Eso fue lo que activó la determinación del joven, y le impulsó a huir lo más lejos posible de aquella cabaña pútrida y maldita.
Tiró el candelabro al suelo y, empuñando el rifle listo para disparar, retrocedió rápidamente hacia la entrada de la casa. Intentó en vano abrir la puerta principal, que estaba provista de dos candados, y no le quedó más remedio que subir al piso superior. Allí, en la cima de las escaleras, se encontraba el viejo inquilino con una expresión histérica en su rostro. “¡Retrocede! ¡Vuelve atrás o disparo!”, ordenó Hermit a Anthony, apuntándole al pecho. “¡Es mi hijo! ¡Es mi hijo!”, no cesaba de repetir éste a medida que obedecía la orden del joven. El cazador, furioso, por un momento se sintió tentado de disparar a aquel loco que, según interpretaba, reconocía haber matado y mutilado a su propio hijo, pero finalmente se contuvo e hizo lo que había pensado; empuñó su escopeta de doble cañón que llevaba cruzada en el pecho, y usó su primera bala para hacer añicos el cristal de una de las ventanas. Tras armarse de nuevo con el rifle, el joven saltó valientemente a través de ella al blando suelo del bosque sin prestar atención a lo que seguía gimoteando el anciano. “¡Es mi hijo! ¿Qué podía hacer yo, joven?” acabó articulando Anthony, ya solo, mientras caía de rodillas al suelo envuelto en profundo abatimiento. Levantó la vista hacia la ventana ya desprovista de cristal, y atisbó con temor el rostro de la luna llena en el cielo. “¿Qué puedo hacer yo si mi propio hijo mata a mi mujer en un delirio salvaje?”, se dijo a sí mismo, en voz baja.
Tras aterrizar con fortuna frente al suelo de la cabaña, Hermit se giró y vio como su nervioso setter inglés sacaba fuerzas de flaqueza hasta lograr romper la cuerda que le ataba a la reja de la ventana, para asombro de su amo. Éste pensaba que el perro iba a tirarse contra él, feliz por verle de nuevo, pero para su sorpresa, el can pasó de largo y corrió como un rayo hacia la espesura del bosque. Hermit, profundamente confuso, echó a correr detrás de él tan apresuradamente como sus fuerzas le permitían, siempre rifle en mano. No hubiera sabido discernir cuánta distancia llevaba ya recorrida, cuando el joven cazador escuchó a lo lejos un aullido de dolor que identificó inmediatamente como perteneciente a su compañero. Esto alarmó aún más al muchacho, que hizo un último sprint casi sobrehumano hasta llegar a distinguir, a lo lejos, algo espantoso.
Su perro, con la pata terriblemente herida, retrocedía cojeando desesperadamente al tiempo que gruñía a una figura que parecía regocijarse en su sufrimiento. Esta figura, de casi dos metros de altura, sobrecogió de tal modo al joven Hermit que por unos segundos no fue capaz de moverse. A primera vista, parecía tratarse de un humano medio jorobado, de deformes y descompensadas proporciones. Sin embargo, la criatura tenía una cabeza más propia de un lobo, unas manos enormes con afiladas garras, y su cuerpo estaba por entero cubierto de abundante pelaje. El joven cazador finalmente pudo reaccionar a tiempo de salvarle la vida a su mascota, pues acertó a disparar con su rifle a la horrible criatura antes de que pudiera lanzarse contra el setter indefenso.
Satisfecho por su insólita puntería y preocupado por su cánido compañero, Hermit iba cubriendo con premura la distancia que le separaba del animal al tiempo que, atónito, iba fijándose en que el cadáver de la horrible criatura no estaba allí donde tenía que estar.
…Y entonces apareció. La alimaña humanoide, herida simplemente en una pierna, saltó de su escondite improvisado mientras el incauto cazador corría hacia el perro, y le mordió en un hombro como queriendo devorarle. Éste, aterrorizado, intentó apuntar a la bestia con su escopeta aún provista de una bala, pero aquel híbrido entre hombre y lobo se encontraba demasiado cerca como para dejarle libertad de movimientos. Hermit ya pensaba que era su fin cuando, súbitamente, su malherido setter embistió al monstruo por sorpresa haciendo acopio de sus últimas fuerzas, logrando que soltara a su amo.
Cuando por fin el cazador pudo recomponerse y apuntar a la bestia con su escopeta, ésta, furiosa, ya había destrozado al perro. Hermit disparó al abominable engendro en la cabeza antes de que pudiera realizar el siguiente ataque, acabando así con su vida.
El joven Hermit Steward se sumió entonces en el delirio, su mente siendo incapaz de asimilar todo lo que había ocurrido en las últimas horas. Su hombro sangraba abundantemente y no tenía fuerzas para moverse. Antes de perder el sentido, tumbado inmóvil sobre el húmedo suelo de aquel frondoso bosque, bajo la luz de la luna llena, un solo pensamiento lúcido cruzó su cerebro: “Voy a morir aquí”.
Sin embargo, a la mañana siguiente el cazador despertó con su herida totalmente curada, sus ojos cegados por el sol. Se incorporó y miró a su alrededor, y lo que vio fue el cadáver destrozado de su perro junto al de un hombre desnudo, más o menos de su edad, que tenía heridas de bala en una pierna y en la cabeza. El joven estaba extremadamente confuso y le dolía mucho la cabeza. Se sentía extraño, muy extraño. Le parecía percibir el mundo de otra forma, distinta, más aguda y precisa. Cerró los ojos, y por momentos creyó oír cosas que nunca había oído antes, y olió también aromas sutiles que jamás había advertido. Aún así, de entre todas estas nuevas sensaciones que le maravillaron esa fría mañana de noviembre en la que cambió su existencia, la que más pugnaba en el momento era el hambre voraz. Su estómago estaba totalmente vacío, y necesitaba carne. Entonces, el nuevo Hermit Steward se quedó mirando el cadáver del chico que estaba a su lado y, tras algunas dudas, resolvió que no había problemas en alimentarse de ese cuerpo aún fresco y jugoso.
El joven había cambiado, sí, pero seguía siendo un cazador, y uno condenadamente bueno. Ahora ya no era un simple aficionado con un perro y un rifle viejo; ahora era un auténtico cazador, un cazador del bosque, amparado por la mágica luz de la luna llena.