Echó la primera pala de tierra sobre el cadáver de su hijo convencido de que no era culpa suya, pero cuando llegó a la última, supo que no podía seguir engañándose. Por eso, cuando escuchó las sirenas del coche de policía en la carretera, decidió sentarse junto a los árboles, esperado su arresto por filicidio.
Andrés nunca hubiera imaginado ese final veinte años atrás, cuando su hijo vino al mundo arropado por la ilusión y la firme promesa de recibir de sus padres el amor más incondicional a pesar de todas las adversidades, que no fueron pocas.
Su mujer Adela tuvo un parto prematuro que acrecentó aún más la ansiedad de ambos como padres primerizos. Luis nació pequeño y débil, aferrándose a un hilo de vida, y ese fue sólo el inicio de sus problemas. Fue un niño difícil, le costaba aprender al ritmo de los demás y parecía incapaz de socializar con ellos.
Ya en la guardería le diagnosticaron una forma leve de autismo, y sus padres se volcaron en protegerle. Le medicaron, se formaron en psicología, hablaban siempre con él y se enfrentaban al AMPA y a los profesores cada vez que advertían algo que creían injusto para su pequeño, lo cual solía ocurrir con frecuencia.
Luis llegó a la adolescencia siendo un chico tanto o más inadaptado que cuando era pequeño, para consternación de sus padres. Además, tuvieron que lidiar con un nuevo problema: brotes de telequinesia. Al principio fueron leves: repararon en que el chico era capaz de detener a los ratones que se colaban en la casa solo con su mirada, y los hacía caer muertos simplemente deseándolo con intensidad, o así lo describía él.
Espantados por tal rasgo paranormal, sus padres intentaron que lo ocultara y reprimiera hasta que lo manifestó en su propia clase, en un momento en que sus compañeros se estaban ensañando con él. Al parecer gritó de rabia y llegó a causar jaquecas a toda su clase, tan graves como para llevar a algunos al hospital, en un evento que todos, excepto Adela y Andrés, juzgaron como un misterio sin respuesta.
No fue extraño que lo quisieran sacar cuanto antes del sistema educativo. Creían que hacían lo correcto cuando intentaban que su hijo saliera de casa lo menos posible. Y así, su ya de por sí pobre vida social cobró tintes todavía más dramáticos con sus torpes intentos de uso de las redes sociales. Sus padres no le podían proteger allí de Eusebio, su peor enemigo y quien abusó de él durante toda su infancia.
Un buen día, su hijo se ausentó sin explicación varias horas, y al siguiente se enteraron por las noticias de la muerte de Eusebio; una supuesta embolia mientras estaba con sus amigos en el parque delante de su casa. No querían ni pensarlo, pero en el fondo lo sabían. Sabían que Luis se había convertido en un asesino.
Cuando cumplió los dieciocho, el abuelo de Luis falleció y él se empeñó en independizarse pasando a ocupar su piso. Andrés y Adela se negaron en rotundo, pese a que la casa quedaba cerca. Sin embargo, la extrema rabieta de su hijo les infundió tal miedo que acabaron por acceder, siempre procurándole una estrecha vigilancia. Luis parecía feliz… al menos.
Un mes después, el chico volvió a su casa paterna sumido en una crisis de ansiedad, pero nunca reveló ni una palabra de por qué. De nuevo las noticias arrojaron luz sobre el asunto: Alan, otro de sus excompañeros de clase, había sido encontrado muerto en plena calle por un fallo cerebral desconocido. Tiempo después, Andrés y Adela se arrepentirían de no haber dado parte a las autoridades en ese mismo momento.
El último incidente tuvo lugar con el joven ya en su veintena y viviendo con sus padres. Hacía ya más de un año del último brote de furia y todos pensaban que la situación estaba controlada.
Andrés entró en la habitación de su hijo y vio que no estaba. Se acercó al escritorio y contempló la pantalla del PC. En ella se revelaba su última actualización de foto de perfil de Facebook, con tres «me gusta» y un solo comentario. «Menudo pringao», rezaba. Al ver quién era el autor, se le heló la sangre.
Fue a por su coche como una exhalación y puso rumbo a la casa de Manuel, otro antiguo compañero de clase de Luis. Llamó a la puerta sin éxito; comprobó que estaba abierta. Atravesó el umbral y llegó al recibidor justo en el momento en que Manuel, sentado de espaldas a la pared, empezaba a llorar lágrimas de sangre, convulsionándose. Andrés intentó detener a su hijo sacudiéndole muy fuerte pero fue en vano. La madre de la víctima irrumpió desde el salón alarmada por los gritos y Luis, ajeno a los intentos de su padre, la miró fijamente causándole lo mismo que a su enemigo. Andrés, sin saber qué hacer, miró en derredor hasta encontrar un cenicero y le golpeó con fuerza en la cabeza.
De repente se vio con tres cadáveres en el recibidor de aquella casa ajena, y no tuvo otra idea que llevarse al que era sangre de su sangre.
En el coche, de camino a la linde del bosque, no podía dejar de pensar en una conversación que tuvo con él de pequeño, cuando todavía no era nada más que un niño dulce e inofensivo, maltratado hasta límites que nadie podía imaginar.
—Te has de defender, hijo mío —le decía, sentado frente a él en la cama—. No dejes que te pisoteen, ¿me oyes? Ellos se meten contigo porque eres un tonto y no te defiendes. Si no se la devuelves y les haces daño también, jamás pararán y vas a ser un desgraciado para siempre, ¿me entiendes?
—Pero papá, ellos son muy grandes y yo muy pequeño —respondió Luis entre sollozos, balbuceando—. Me pegan y yo no puedo hacer nada…
—Entonces usa la cabeza, hijo mío. Piensa cómo hacerlo, pero no dejes que te pisoteen. Sea como sea.