Luna menguante

La cálida luz de las velas en la mesa del restaurante iluminaba los rasgos de Sonia. Por primera vez en meses Juan volvía a sentirse vivo, en verdad se sentía conectando con aquella chica que había conocido en un portal de citas. Apenas llevaban una tarde juntos, pero la intimidad de aquel romántico comedor en la penumbra se le antojaba como un mundo aparte, alejado de su tormentosa existencia.

El sumiller le sacó de sus ensoñaciones cuando les trajo el vino. Lo vertió en sus copas con gracia y finura mientras describía sus virtudes, y quedó en espera del veredicto de los comensales.

—Un caldo excelente —comentó ella, tras una cata lenta y minuciosa.

Juan, que no había reaccionado, tomó un apresurado sorbo y dijo a su vez que era un vino magnífico.

—Tranquilo, hombre, no pongas esa cara —ella rió—. ¿Nunca has probado un vino así, verdad?

—Lo cierto es que no —él sonrió a su vez, apurado.

—No es algo que me pida todos los días, pero hoy está siendo muy especial —pronunció las últimas palabras en un susurro confidente, sonriendo y mirando tímida hacia el mantel.

—Sí… la verdad es que es como si nos conociéramos de toda la vida.

—Yo hacía ya tiempo que no me animaba a quedar con ningún hombre, me está costando superar el pasado… como tú, supongo.

—¿Una ruptura dolorosa?

—No tan deprisa, Juan… te lo diré cuando me cuentes tú que es eso que tanto te atormenta —le guiñó un ojo.

—Nada, es una tontería en realidad, lo del pasado es también mi excusa para ir un poquito más despacio —le devolvió el guiño.

—¿Has tenido muchas citas últimamente? —le preguntó Sonia, pícara.

Juan iba a responderle cuando le pareció ver movimiento tras la espalda de su interlocutora, el arrastrar de un brazo donde había una mesa vacía envuelta en sombras. Inclinó la cabeza ligeramente para poder ver mejor y lanzó un agudo gemido, sobresaltado. Se dio cuenta de que había derramado el vino sobre el mantel y empezó a limpiarlo con la servilleta, nervioso. Ella le preguntó qué le pasaba y él volvió a mirar aquella mesa, ahora ya completamente vacía.

—Lo siento, no me encuentro bien —dijo, y fue al baño.

Se lavó la cara hasta empaparse el cuello de la camisa, respirando agitadamente.

—Déjalo ya, Juan, todo está en tu cabeza… todo está en tu cabeza… no dejes que esa zorra te siga arruinando la vida, céntrate en el pivonazo que tienes delante y que no sabes ni cómo cojones has conseguido.

Juan volvió y procuró por todos los medios tener una cita normal, aunque no pudo sacudirse aquella sensación aciaga que creía haber dejado atrás.

Cuando salieron era ya noche cerrada en las afueras de la gran ciudad. Juan sacó el móvil y empezó a llamar a un taxi, pero ella le detuvo. «Suficientes taxistas por hoy… además, atajaremos mucho a través del parque. Volvamos a pie y demos un paseo a la luz de la luna», le dijo, pasándole los brazos por encima del cuello, y le besó. Juan se sintió como en un sueño, olvidando de nuevo el fantasma que le perseguía allí donde iba.


La cogió de la mano y marcharon a través de la inmensa zona verde que les separaba del otro lado de la ciudad, el antiguo cauce de un extenso río que ahora estaba poblado de césped y árboles de todo tipo. No pudo evitar, eso sí, una sensación de inquietud al reparar en la oscuridad del entorno, apenas iluminado por una luna menguante a veces tapada por las nubes.

——


Juan abrió los ojos tumbado en el suelo. Quiso gritar, pero no pudo. Se giró a uno y otro lado, intentando ver algo, pero todo era negrura. El miedo le hizo cerrar los puños contra el césped y no sintió las briznas de hierba entre sus dedos. «¿Qué está pasando?», se preguntó. Su mente era como un banco de niebla que lo cubría todo, impidiéndole pensar. No sabía dónde estaba ni qué estaba pasando. Se levantó y corrió por puro instinto, se marchó lejos de allí dando zancadas con todas sus fuerzas y empezó a distinguir las siluetas de los árboles a su paso. Estuvo a punto de chocar con uno e intentó frenar, cubriéndose la cara con los brazos, pero para cuando paró y miró de nuevo, ni había chocado ni estaba el árbol frente a él.

Las nubes se dispersaron al mismo tiempo que la niebla de su cabeza, y los tenues rayos de luz de luna se recortaron en torno a la fantasmal figura de una mujer. Le miraba fijamente entre los árboles. Un reguero de sangre negra le manaba del cuello, bajo un rostro blanco y cadavérico.

—No… no otra vez tú… ¡déjame en paz!

Empezó a deshacer el camino recorrido al tiempo que gritaba el nombre de su acompañante. «¡Sonia!», repetía una y otra vez, pero sentía como si los ecos del sonido se ahogaran entre las verdes hojas. Cada vez que miraba a su espalda, allí estaba la mujer, siempre parada pero más cerca, observándole a través de las negras cuencas de sus ojos como recordándole que por más que corriera nunca podría huir.

Juan se detuvo en seco cuando volvió al punto de inicio.

Vio su propio cuerpo, tirado en el suelo a los pies de Sonia y de otras dos chicas con pasamontañas que llevaban bates en sus manos.

—Tía, que está muerto, joder… lo hemos matado…

—El hijo de puta se lo merecía —sentenció Sonia, que escupió sobre el cuerpo—. Por Marta.

—Pero tía, este no era el plan… ¿qué vamos a hacer?

—Tiene lo que se merece, y aun así a él no le han violado. Tranquilas, chicas —siguió Sonia—. Iros de aquí.

Alegaré que me intento agredir y me defendió un hombre que se dio a la fuga.

Juan caminó lentamente hacia sí mismo, temblando y gimoteando de pánico, hasta que tuvo a sus pies su propio cuerpo tumbado en el suelo como un muñeco roto, con la cabeza partida y empapada en sangre. Fue consciente de por qué ahora no sentía la caricia del viento ni la hierba bajo sus pisadas, y ninguna de las chicas parecía verle… excepto una que antes no estaba allí.

—Bienvenido al Infierno —le susurró Marta, con voz charcosa y gutural, parada justo a su lado.

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